En el mundo actual debe haber más cosas sin dueño que con dueño. Los objetos perdidos están en alguna parte, con toda seguridad, y sus dueños en otra parte, llenos de añoranza.
Cuando era pequeño yo dormía abrazado a un muñeco de trapo. Sin él a mi lado no podía pegar ojo. Adoraba a ese muñeco, su olor a serenidad, su textura de sueño mullido. ¿Qué día lo perdí? ¿Qué noche fue la primera que pude dormir sin él, sin echarlo de menos? ¿Por qué existió esa primera noche de desamor?
También tuve una caja de metal donde guardaba cosas secretas. Una figura de cartón con una mujer en cueros; un cigarrillo de la marca Reales; papeles pequeños con las iniciales de las niñas de las que estaba enamorado: J. V. T., A. A. D. (no me atrevía a poner sus nombres completos). ¿Qué se ha hecho de esa caja de metal con olor a hebras de té? ¿Cuándo dejaron de ser importantes para mí los objetos que contenía? ¿Existe hoy esa caja?
Mi dólar de la suerte me lo trajo un tío materno de América, cuando cumplí doce años. Me dijo que si lo guardaba me traería fortuna. A los catorce (dos años después) aún lo conservaba intacto. Pero no recuerdo cuándo lo perdí de vista, ni tampoco sospecho dónde puede estar. ¿Es por culpa de su pérdida que no tengo dónde caerme muerto?
No hay una sola cosa anterior a mis dieciocho años que aún conserve.
Bueno, sí: la llave inútil de mi casa, de la que no puedo entrar ni salir porque estoy encerrado en otra parte. ¿Por qué he guardado esa llave y no otras cosas mejores o más necesarias?
Quiero creer que mis objetos perdidos están todos juntos, en alguna parte, esperando por mí. Me gusta pensar que ellos también me recuerdan, y que conversan:
—¿Qué se habrá hecho del Xavi, nuestro primer y mejor dueño?
—Es verdad… ¿Dónde lo habremos olvidado? Yo soy, para ellos, un sujeto perdido. Y así me siento a veces. Puedo estar debajo de una alfombra, o en los pliegues de un sofá, o dentro de un cesto de mudanzas arrumbado en un sótano. Soy el sujeto perdido de mi dólar, de mi caja de té, de mi muñeco de trapo.
Es de esperar que un buen día se levante el techo de este hospital (como un baúl de los recuerdos) y tras la luz cegadora aparezcan ellos, mis objetos, inmensos, y me rescaten del olvido en que me encuentro.
No hay mucha diferencia entre una llave que no tiene puerta y un hombre que no sabe regresar a sus pequeñas cosas.