Los días de visita multitudinaria (es decir, cuando llegan más invitados que los que el propio cuerpo de médicos y enfermeros puede soportar), siempre es posible que uno de nosotros se haga pasar por médico para engañar al visitante más asustadizo.
En general este trabajo le sale muy bien al Vizconde, porque tiene porte de doctor. Ni siquiera es necesario que lo disfracemos con ropa blanca o celeste. Tan solo le damos unas planillas que él lleva en las manos con gracia. Y le quitamos la baba de las comisuras. Ya con eso, es un médico hecho y derecho. Otra cosa que nos gusta mucho hacer, sobre todo cuando hay estudiantes de fotografía, es poner cara de locos.
Los estudiantes de arte, como todo el mundo sabe, creen que los mejores sitios para hace cortometrajes o sacar fotografías en blanco y negro son los psiquiátricos, los cementerios y los barrios marginales. Por eso muchos piden permiso para que los dejen entrar un rato aquí.
Los más progresistas, que en general llevan una pequeñísima barba y una cámara digital regalo del padre, conversan con nosotros fingiendo que no les importa que estemos enfermitos, o haciéndonos creer que ni siquiera lo saben. Nos preguntan cosas, y nosotros las respondemos con mucha lucidez. Al final de la charla, sin embargo, justo cuando nos dan la espalda, nos gusta mucho bajarles los pantalones. Generalmente llevan calzoncillos con colores modernos. Si son muy, muy progresistas, no llevan calzoncillos.
Ayer, sin embargo, yo no estaba con el ánimo muy dispuesto para hacer bromas. Muy temprano vinieron a buscarme el Gelatinas y el Vizconde para jugar con los visitantes novatos, pero preferí quedarme en la habitación. A veces me hartan los visitantes, sus preguntas retóricas, sus movimientos raros. También las voces que se pierden en el tumulto de otras voces, y las madres y los parientes y el griterío.
Por la tarde sí tuve que salir, porque llegó mi visita particular: la señora que dice ser mi madre. Me trajo un pastel de manzanas y me contó cosas del barrio. Cotilleos aburridos que escuché como quien oye llover.
A la hora de la cena, el Gelatinas estaba muy alegre. Me dijo que tendría que haber salido al patio porque había regresado a visitarlo su hermana Francisca.
El corazón se me detuvo.
—¿Ha vuelto Francisca? —le pregunté, tratando de fingir normalidad, cosa que no logré porque mientras lo decía me caí redondamente al suelo.
—Sí. Y le hablé de ti —me dijo el Gelatinas—. Quiere conocerte. Volverá el martes, como lo hacía el año pasado, ¿recuerdas?
Me quedé en silencio, recordando a Francisca. Y pensé que siempre uno decide no salir justo cuando va a pasar algo trascendente. Siempre uno toma la decisión equivocada.
Hasta ayer, me hartaban las visitas. Pero ahora vuelvo a esperarlas con el corazón en un puño.