Las voces internas
5m

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Seis meses haciéndome el loco

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Empecé a escuchar las voces a los doce años, casi al mismo tiempo en que comenzaba a masturbarme. Eran voces dentro de mi cabeza, voces rústicas y amables que no me decían «haz esto» ni tampoco «haz lo otro». Conversaban entre ellas sin dirigirme la palabra. Yo a veces les decía: «Ey, estáis en mi cerebro, al menos prestadme un poco de atención», pero como si pasara un tren; ellas seguían hablando de sus cosas y me ignoraban. Entonces descubrí que, además de problemas mentales, yo también tenía problemas para ejercer la autoridad.

Mis voces internas, en aquellos tiempos, habían tomado mi cabeza como punto de reunión, como si se tratase de un bar por las tardes, o un club social de pueblo.

A eso de las tres comenzaban a llegar, primero el de la voz gruesa, después el que hablaba maravillas del Régimen, más tarde los hermanos mellizos
que jugaban al dominó por telepatía, y casi anocheciendo el viejo cartero, el hombre que criaba gallinas ponedoras y el señor que cantaba fados.

Yo regresaba del colegio y me encerraba en mi habitación (o en el baño) a escucharlos conversar. Me dolía en el alma no poder participar de las chácharas, ni secundar sus risas, ni hacerles saber que yo también estaba allí.

Por lo general las tardes dentro de mi cabeza eran distendidas; a veces las conversaciones eran jocosas, otras veces de reflexión o política. Muy de
tanto en tanto discutían o peleaban, casi siempre a causa del fútbol.

Con los años me encariñé mucho con todos ellos, a los que llamaba «mis inquilinos». Pasamos tiempos maravillosos, alegres y también tristes. Una tarde uno de los mellizos del dominó murió de un infarto y su hermano hizo un discurso muy dolido; otra tarde el hombre de la voz gruesa vino con su nieto recién nacido y pidió una ronda para todos. En la Navidad de 1989 el viejo cartero leyó las cartas de amor que guardaba con remitente desconocido.

Todo hubiese seguido así, sosegado y analógico, de no ser por un descubrimiento que hice a los quince años, y que cambió el curso de mi vida.

Una tarde estaba oyendo las charlas de mis inquilinos y entonces comenzó a picarme la tetilla izquierda. Era un picor suave, como de mosquito o de pulga doméstica.

Me subí la camiseta y comencé a rascarme. 

Al mismo tiempo que me calmaba el picor, las conversaciones de mis amigos comenzaron a oírse con estática. Si dejaba de tocarme la tetilla, todo volvía a la normalidad.

Con los dedos índice y pulgar, entonces, comencé a hacer girar la tetilla hacia la derecha, y empecé a escuchar nuevas conversaciones que venían desde otros sitios. Charlas y voces que jamás en la vida había oído antes, sonidos íntimos, lejanos, que sin embargo siempre había tenido dentro de mí.

Me emocioné mucho al saberme digital.

Desde mis quince años, por las tardes, pude elegir qué escuchar en mi cabeza. Las charlas del bar ya no eran un monopolio, yo por fin podía elegir entre innumerables frecuencias de mi tetilla. 

Entonces conocí a la señora viuda que todas las tardes hablaba con su gato, a los adolescentes que ensayaban blues en un garaje, al matrimonio aburrido que siempre discutía sobre el clima, al profesor particular de piano que estaba enamorado de una alumna de catorce años y sollozaba de impotencia cuando ella regresaba a casa, al empleado que ensayaba su dimisión frente al espejo pero nunca se atrevía a gritarle su odio al jefe, a mi madre, que cosía en la otra habitación recitando en voz baja poemas de León Felipe, al hombre triste que cuidaba de su hermana moribunda y le contaba historias alegres de cuando ambos eran jóvenes y estaban saludables, a los amantes ya maduros que no se atrevían a dejar a sus parejas legales para vivir su amor fuera de los hoteles, y también, a veces, volvía a oír a mis primeros inquilinos del bar, pero ya menos, porque ahora el zapping era más divertido que sus charlas monótonas de pueblo.

Desde que mis voces internas comenzaron a ser digitales y muchas, yo gané en diversidad pero muy poco en atención.

Al tener docenas de opciones ya nada me parecía importante. Mientras oía conversar a los amantes pensaba que quizás los hermanos moribundos
estuvieran teniendo una charla mejor, y si estaba oyendo a la banda de blues sospechaba que el profesor de piano tal vez se había atrevido a declararle su amor a la alumna, y así siempre. No duraba más de dos minutos con nadie, y ya estaba tocándome la tetilla y buscando otra frecuencia mejor. 

Ahora ha pasado el tiempo y todo ha ido a peor.

No hace mucho me puse un sahumerio en el gorro y descubrí las voces internas satelitales. Son conversaciones que llegan de todas partes del mundo. Ya no tengo una docena de opciones para pasar las tardes sino cientos de voces multirraciales y diferentes. Una niña en Irán que se ha caído a un pozo, dos homosexuales brasileños que se quieren casar en San Francisco, etcétera.

Cada vez me cuesta más encontrar, entre la multitud de voces y frecuencias, a mis primeros inquilinos, a los únicos que solía escuchar tardes enteras con la boca abierta, antes de la era digital, antes de que mis dedos descubrieran la modernidad de mi tetilla izquierda.

Por cierto: esta semana, tonteando, descubrí que en la tetilla derecha tengo el mute.

Xavi L.
(Personaje de una novela de H. Casciari)