Lejos del dolor y de la fiesta
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Pausa

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Una playlist de 125 cuentos

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La noche del veintisiete de diciembre de 2001, una semana después del gran quilombo, ya habíamos tenido cuatro nuevos expresidentes y yo buscaba con desesperación, en Barcelona, un bar con televisión satelital para ver a Racing salir campeón en un país que se estaba cayendo a pedazos.

Me acuerdo muy bien del bar, que estaba casi vacío. Dos españoles miraban esa final como quien ve llover. Había un camarero aburrido y con sueño y un chico argentino y desgarbado, envuelto en una bandera celeste y blanca, sentado solo en una mesa, agarradito a una botella de cerveza Damm.

Yo tenía una novia catalana y la llevé a ver el partido al bar. Nos acodamos en la barra, ella y yo. Afuera era un invierno cerrado que no hacía juego con las tribunas que mostraba la tele, con la hinchada de Racing enloquecida y en cuero, revoleando las camisetas.

Había sido una semana muy rara: los diarios de España decían que Argentina se estaba cayendo a pedazos. Los catalanes me preguntaban por mi familia, si estaban bien, si les había pasado algo.

Los taxistas, al escuchar mi acento, querían saber: «Cómo es posible, tío, un país tan rico, gente tan culta». Argentina se estaba yendo a la mierda como siempre, es decir, más que nunca, pero esta vez yo no estaba.

Es horrible no estar en tu casa cuando está todo mal, porque te sentís un traidor. Y también es horrible no estar en tu casa cuando Racing va a salir campeón, porque también te sentís un traidor.

Nunca pensé que iba a ser tan triste el fútbol. Desde que tengo uso de razón, uno de los milagros que más deseé en la vida era que Racing saliera campeón mientras viviera mi padre. Que pudiéramos verlo juntos, como lo vimos descender en el ochenta y tres, como lo vimos resurgir, dos años después, en cancha de River.

Ver juntos a Racing campeón, en el sillón de casa o en la cancha, y después ir a una plaza a gritar o a tocar bocina por la calle, eso era lo que yo quería desde los tres años.

Y entonces, un día, a diez mil kilómetros, tan lejos y tan cerca del milagro, mis ojos miraban el monitor de ese bar de Barcelona (aburridísimo partido), pero estaban en otra parte mis ojos.

Estaban en el comedor de mi casa, en Mercedes. Mi vieja trayendo el mate, yendo y viniendo de la cocina al comedor, preguntando cómo van, cómo van. Mi papá en su sillón de siempre mirando la hora, puteando al idiota que llamaba por teléfono… y después mi sillón vacío.

Yo no podía dejar de pensar en mi sillón vacío, en mi hueco sin nadie. Me molestaba en el hígado saber que mi viejo tampoco estaba disfrutando porque le faltaba algo. No podía dejar de pensar que todo el mundo estaba en su sitio, menos él y yo.

Cuando el árbitro señaló la mitad de la cancha y pitó el final, Racing había salido campeón después de treinta y cuatro años. Yo tenía treinta, y un nudo en la garganta del tamaño de un pomelo.

Automáticamente, paré la oreja para empezar a escuchar los bocinazos de los autos por la avenida, y el silencio fue como un cachetazo. El chico argentino, el desgarbado, el que había moqueado en silencio durante todo el partido, ahora directamente había metido la cabeza entre los brazos y se hundía en el llanto. Yo estoy seguro de que él también pensaba en su papá. Seguro.

Entonces miré al camarero y al dueño del bar, a ver si por lo menos alguien me hacía un guiño, algo así con los puños, lo que sea, pero estaban lavando las copas y miraban la hora esperando cerrar, como si en ese pitido del árbitro no hubiera cambiado el mundo para siempre.

Me acuerdo como si fuera ahora. Mientras Macaya Márquez hacía el resumen del partido, yo me puse de espaldas a mi novia española para que no me pensara demasiado sensible, para que no me viera llorar, para que no creyera que el fútbol, esa pelotudez, podía hacerme sentir triste…

Me puse de espaldas a ella y lloré, de cara a la pared del bar, en un lugar del planeta donde Racing no era nada… Y nunca —¡les juro, eh!—, nunca, ni antes ni después, yo me había sentido tan lejos de todo lo mío, tan a destiempo del mundo, tan del revés de mi vida, tan en orsai, desesperadamente solo, lejos como nunca del dolor y de la fiesta.

Hernán Casciari