Lo mejor es no hacer nada
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Pausa

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Una playlist de 125 cuentos

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Me acuerdo perfecto de la primera vez que pasó. Habíamos ido con Roberto, con mi viejo, a ver un River-Racing decisivo que perdimos dos a uno. Yo tenía trece años. Cuando volvimos a Mercedes pensé que, posiblemente, el resultado habría sido otro si esa tarde no hubiéramos ido a la cancha. Supe que, al ir a Núñez, en auto, habíamos modificado sutilmente el destino. Al ocupar un parking de la cancha de River, provocamos que otro auto tuviera que buscar sitio.

Ese otro auto quizá se haya topado —por nuestra culpa— con el ómnibus que traía al equipo de Racing, impidiéndole el ingreso al estadio. Esos segundos de retraso pudieron haber provocado algún malestar en Rubén Paz, que, una hora más tarde y por culpa de todo esto, erró un penal que nos hubiera puesto dos a dos.

Fue la primera vez que pensé algo así. La duda (la acechante probabilidad de los universos paralelos) me generó por primera vez incertidumbre.

Cada cosa que hacemos modifica algo del mundo. ¿No es posible, por ejemplo, que al llamar a un número equivocado de teléfono, al provocar que alguien atienda un llamado, estemos salvándolo de morir en un accidente o —¡al revés!— provocándole la muerte en la bañera? Lo mejor es no atender ni usar el teléfono. Lo mejor es no hacer nada.

A mí me pasaba algo muy raro en Navidad. La medianoche nos encontraba siempre de sobremesa en el jardín de la casa de mi hermana. Al aire libre. Y entonces yo escuchaba, muy lejos, los primeros tiros al aire de los vecinos borrachos.

Al mismo tiempo que sonaba un tiro al aire, yo me preparaba para recibir la bala perdida. Pero con dignidad, me preparaba: sin luchar. Cualquier cosa que pase (por ejemplo, un balazo al cielo) inaugura la posibilidad de morir. Es decir, que si estoy a la intemperie cuando ocurre un disparo festivo, acabo de comprarme —sin querer— un número para la lotería de la muerte.

Las posibilidades de que la bala caiga en medio del campo o en mi cabeza son las mismas. En esos casos, la gente superficial lo que hace es salir corriendo y guarecerse en un techito. Yo no. Yo me quedo quieto.

Pienso que, si me muevo, la bala me va a encontrar por el camino. Lo mejor es no hacer nada. Siempre. Es preferible que la bala te encuentre y no que la vayas a buscar.

Los que llevamos con dramatismo este terror, los que tenemos miedo de interferir en el destino, solemos quedarnos paralizados. Dentro de lo posible, no hacemos nunca un carajo. No es que tengamos fiaca, como piensa con malicia mi mujer. Es que no queremos vivir con la culpa de estar tejiendo desastres involuntarios.

Mi mujer me pregunta:

—¿Esta vez tampoco me vas a acompañar al pediatra?

—No. Mejor andá vos sola —le digo—, porque si hago algo, después pasan cosas raras. Ayer, por ir a sacar la basura, mirá la que se armó…

—¿Qué pasó? —me dice.

—El atentado en Bangladesh —le digo, sintiendo cómo la culpa me envuelve—. Dieciséis muertos. Si hubieras sacado la basura vos, no pasaba nada.

—Un día —me dice mi mujer—, un día va a pasar una desgracia en serio.

—Y después se va pegando un portazo. Yo no sé si lo hace a propósito, pero cada vez que ella se va pegando un portazo puede estar provocando un terremoto en Portugal y ella no lo sabe. Hay que tener más cuidado.

Hernán Casciari