Los dos rulfos (*)
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Pausa

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Una playlist de 125 cuentos

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Cuando volvió de México, mi amigo Comequechu nos contó una historia. Dice que va paseando él, con su mujer y con su hija, por las calles de Jalisco y entonces descubre, a dos pasos, la imponente Universidad de Guadalajara.

En la puerta hay un cartelito con información para turistas, y Comequechu lee que allí están los bustos de todos los ganadores del premio Juan Rulfo de literatura, que concede esa casa desde el año 1991.

Entonces Comequechu, sin dudarlo, arrastra a su familia por los pasillos y les dice: «Vamos a ver el monumento a Cayota».

Yo ya no me acuerdo desde cuándo, ni por qué, Comequechu me dice Cayota en lugar de Casciari. En realidad, nunca se dirigió a mí usando nombre y apellido reales. En su cabeza yo siempre fui Cayota, y también lo soy para su mujer y para su hija, que me llaman de ese modo con toda naturalidad. Cayota.

Por eso a ellas no les sonó extraño el segundo sustantivo de la frase, (es decir, «Cayota») le sonó extraño el primer sustantivo: «monumento» a Cayota.

Y yo creo que el malentendido tenía una explicación.

Un par de meses antes de su viaje a México, Comequechu supo la noticia de que yo había ganado un certamen literario llamado Juan Rulfo, pero nunca supo (no tiene por qué saberlo) que en el mundo hay dos premios Juan Rulfo.

Uno es bastante intrascendente, se otorga en Francia (ese es el que había ganado yo), y otro es importantísimo y se concede en México, y ese no lo voy a ganar nunca en la puta vida de Dios.

La diferencia entre los dos premios es enorme.

El galardón francés premia una obra puntual (un cuento, una novela corta) y ofrece una compensación económica discreta. El premio mexicano rinde homenaje a una trayectoria literaria, el cheque es suculento y, en efecto, cada ganador queda inmortalizado con un pequeño busto de bronce en el centro de exposiciones de la Universidad de Guadalajara, justo el sitio al que se dirigen ahora, con paso firme, Comequechu, su mujer y su hija.

En la sala principal del centro de exposiciones, sobre el mosaico ajedrezado y en medio de un gran silencio, los tres visitantes descubren por fin una fila de esculturas de metal, que son réplicas de escritores legendarios, y empiezan a buscar mi estatua para sacarse una foto.

Dan vueltas y vueltas alrededor de los bronces de Nicanor Parra, de Juan José Arreola, de Nélida Piñón, de Julio Ribeyro, pero no me encuentran a mí por ninguna parte.

—Papá, papá, ¿dónde está Cayota? —pregunta la hija de Comequechu, que entonces tenía cuatro años.

Un guardia de la Universidad (morocho, medio alto), que viene siguiendo al trío con la mirada desde el principio, se les acerca y les dice:

—¿Les puedo ayudar en algo?

—Disculpe —le dice Comequechu—, estamos buscando el monumento a Cayota, pero no lo podemos encontrar.

—¿Perdón, señor?

—Que estamos buscando el monumento a Cayota —dice Comequechu, más despacio—. ¿Todavía no lo construyeron?

Cuando Comequechu nos cuenta este diálogo, dos meses después del viaje, Chiri y yo nos desparramamos de la risa. Él todavía no entiende el error, y está convencido de que yo soy un mentiroso.

Me dice:

—¡Vos no te sacaste ningún premio, Cayota! El policía me llevó con el rector, y yo le dije que era amigo tuyo, y que vos te habías ganado el Juan Rulfo de este año, y el rector se pensó que yo era amigo de Monte Hermoso.

—¡De Monterroso! —le dice la mujer de Comequechu desde la cocina, y a nosotros nos duele la panza de la risa.

Ya pasaron muchos años de este malentendido, pero todavía no me puedo sacar de la cabeza esas imágenes mexicanas, absurdas y hermosas, que me regaló mi amigo Comequechu que es, sin dudas, mintiendo, mucho mejor que yo.

Hernán Casciari