A las once de la noche de ese miércoles, Erica, una violinista canadiense de veinticuatro años que ama la música clásica, baja la copia de Elías y desgraba, uno por uno, los diálogos para que los fanáticos sordomudos de la serie puedan disfrutarla. Distribuye esos subtítulos en un foro tan rápido como puede.
A las tres de la madrugada del jueves, hora venezolana, Javier baja en Caracas la serie que grabó Elías y el archivo de texto que sincronizó Erica. Javier podría ver el capítulo en inglés, porque sabe inglés a la perfección, pero antes necesita traducirlo, siente un placer extraño al descubrir nuevas etimologías.
Para no perder tiempo, Javier divide el texto en ocho. Son bloques de tamaños parecidos y los distribuye por mail. Inmediatamente, les llega el segundo bloque a Carlos y a Juan Cruz, dos empleados nocturnos de Buenos Aires que suelen matar el tiempo jugando al ajedrez, pero que se ocupan los miércoles a la madrugada de traducir una parte de la serie porque estudian inglés.
El tercer bloque de texto lo está esperando Charo, una ceramista de Alicante que está subyugada por la trama y necesita ver la serie con urgencia sin esperar a que la televisión española la emita, tarde y mal doblada, muchos meses después.
El cuarto bloque lo recibe María Luz, una tipógrafa rubia y alta que trabaja de noche en un matutino de Cuba. María Luz deja por un momento de diseñar la tapa del diario y se pone a traducir lo que le toca. Lo hace para practicar el idioma, porque se quiere instalar en Miami.
El quinto bloque viaja por mail hasta Raquel y José Luis, una pareja andaluza que tiene una librería en el centro de Sevilla; llevan casados más de veinticinco años, no tuvieron hijos y hasta hace poco traducían sonetos de Yeats con el único objeto de poder leerlos juntos. Ahora descubrieron que, además de buena poesía, existen también las buenas series de televisión.
El sexto bloque le llega a Ricardo. A Ricardo lo dejó su novio y está triste, así que traduce frenéticamente mientras hace dormir a su gato Ezequiel. El séptimo lo recibe Patrick, un inglés con cara de bueno que viajó a Costa Rica para perfeccionar su español, lo desvalijó una pandilla (casi al bajar del avión) pero igual se enamoró del país y se quedó a vivir en San José. Y el octavo bloque le llega a Ashley, una chica sudafricana de madre uruguaya, que es fanática de la serie porque le recuerda a La isla del tesoro, su libro favorito.
Los ocho, que jamás se vieron ni tienen más puntos en común que ser fanáticos de una serie, o de un idioma, traducen al castellano el bloque de texto que le corresponde a cada uno.
A esa misma hora, Fabio, un adolescente a destiempo que vive en Rosario, encuentra por fin el subtítulo terminado. Lo incrusta al video original, desesperado por mirar el episodio. A veces su mamá lo interrumpe en mitad de la noche y le dice: «Todavía estás metido ahí en Internet, Fabio, ¿cuándo vas a hacer algo por los demás?», «Tenés razón, mamá, ahora apago», dice él, pero antes de irse a dormir comparte el archivo subtitulado para que cualquiera, desde cualquier parte del mundo, pueda descargarlo. Fabio nunca se olvida de ese detalle.
Los jueves yo me levanto a las once, casi a la misma hora que Fabio se va a dormir. Mientras me preparo el mate y reviso el correo, busco en Internet si ya está la versión original con subtítulos de mi serie favorita, y cuando la descargo pienso en algo que hace más de treinta años dijo Borges, mucho mejor que yo, en un poema maravilloso que se llama «Los justos».
Dice Borges:
Un hombre que cultiva su jardín, como quería Voltaire.
El que agradece que en la tierra haya música.
El que descubre con placer una etimología.
Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez.
El ceramista que premedita un color y una forma.
El tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada.
Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto.
El que acaricia a un animal dormido.
El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho.
El que agradece que en la tierra haya Stevenson.
El que prefiere que los otros tengan razón.
Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo.