Los veranos sin los padres
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Pausa

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Una playlist de 125 cuentos

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Quedarse solo en la casa sin los padres debe ser la situación más excitante de la adolescencia. En mi pueblo natal, Mercedes, solamente nos quedábamos los peores, los que no estudiábamos nunca en invierno y teníamos que rendir una docena de materias.

Nuestros padres, cansados de llorar por nuestra suerte, decidían irse igual a Mar del Plata y dejarnos en el pueblo «en penitencia», estudiando. Lo importante, en esos casos, era fingir tristeza cuando ellos se iban en el auto:

—¡Adiós, mamá! —Había que mantener hasta el final la cara triste.

—¡Chau, papá, no corras por la ruta! —La mano en alto, la alegría escondida.

—¡Hasta la vista, simpática hermana menor! —Ella sabía que yo era feliz; ella me odiaba desde la ventanilla, pero no podía decir nada. Mi hermana esperaba su turno de libertad, que iba a llegar dos años después. Aunque le hubiera encantado delatarme: «¡Mamá, papá, el idiota está contento!», pero se mordía la lengua.

El auto se iba haciendo chiquitito por la esquina y yo seguía saludando. Una vez que el Taunus se convertía en un punto sin forma, yo bajaba la mano. ¡Y esa era la señal!

Todos mis amigos se descolgaban de los árboles o se tiraban de los techos. Traían bolsas de dormir, damajuanas de vino, dos mudas de ropa y una bolsa de porro. Chiri, además, siempre traía un palo, porque quería ser el primero en romperle un florero a Chichita.

Esas temporadas hubieran sido perfectas, pero siempre había dos enemigos al acecho: mi abuela Chola y Mabel. Mi abuela, que tenía llave de casa y vivía a la vuelta, podía aparecer siempre, sin previo aviso, en cualquier momento del día o de la noche. Y Mabel era la señora que venía a limpiar, los lunes a las siete de la mañana, justo cuando la fiesta del domingo se empezaba a poner buena.

No teníamos una estrategia muy clara para esquivarlas, porque vivíamos borrachos. A la abuela Chola, por lo general, decidíamos trabarle la puerta desde adentro para que no pudiera entrar. Ella nos espiaba desde la ventanita de la puerta y veía fragmentos del caos:

«¡Abrime, nene!», me decía tratando de hacerse oír por encima de la música y de los gritos. «¡Volvé después, abuela, que estoy estudiando!», le decía yo apareciendo desde algún lado con una bombacha en la cabeza. «Cuando llame tu padre, se va a enterar», decía siempre antes de irse.

En cambio, la llegada de Mabel, aunque inoportuna, era necesaria. Alguien tenía que limpiar los vómitos, sacar las manchas de las sábanas, airear el olor a encierro, y estaba clarísimo que no íbamos a ser nosotros. Entonces yo decidía dejar abierta la puerta los lunes a la madrugada para que la mujer entrara a limpiar la cocina y a repasar el baño, porque a nosotros nos daba asco.

El regreso de mis padres, quince días después, resultaba siempre problemático. Ellos llegaban con alfajores, bronceados, felices, y la cara se les iba descomponiendo de angustia conforme iban interpretando el desastre. «¡Mamá! —gritaba mi hermana—. ¡Mi diario íntimo está abierto!». Y mi papá decía: «¡La caja fuerte también!». Y mi madre gritaba: «¡Hernán!».

Pero yo no estaba: los padres de Chiri se tomaban siempre la primera quincena de marzo, y las fiestas se trasladaban a su casa. Dos semanas más de libertad.

Mis problemas verdaderos iban a empezar el quince de marzo: volver a ver a mis padres, empezar de nuevo el colegio y, sobre todo, esa sensación de que se empezaban a acabar las grandes aventuras de la juventud.

El verano de 1988, uno de mis mejores amigos (mientras yo dormía) despidió a Mabel. La señora de la limpieza no vino nunca más. En marzo mi mamá fue hasta a la casa de Mabel a preguntarle por qué no venía más a trabajar como siempre, y Mabel le dijo:

—Porque un amigo de su hijo me echó, señora Chichita.

Nunca le dijimos a mi madre quién había sido el que, después de nueve años de servicio, despidió a la empleada. Pero ya es hora de que lo sepa (aprovecho que mi mamá se queda hasta tarde mirando Telefe). No voy a decir el nombre completo de mi amigo, pero es alguien que después se casó con mi hermana. No diré más que eso.

Hernán Casciari