—¿Qué estás haciendo, descerebrado? —le pregunto, con el corazón en la boca.
Casi no me podía contestar de lo incómodo que estaba el pelotudo. Con un hilito de voz me dice:
—A ver si puedo estirarme un poco las patas, vieja…
Si el Zacarías no me ayuda a bajarlo se nos queda muerto el chico, como un ahorcado al revés. Para peor el padre, aunque tiene buenas intenciones, nunca encuentra las palabras para darle ánimo y le salen antipiropos. Después de un rato le dice, palmeándole la espalda:
—Vamos Caio, ánimo hijo mío, que sos el enano más alto del mundo.
Y el Caio lo miró, hizo puchero y se fue llorando a su pieza. Zacarías tiene esas cosas de bruto que es. Una vez, queriendo decirme algo de amor, me miró a los ojos y me susurró: «La última vez que fui feliz fue el día que te conocí, gordita». Es un desalmado y un cascote…, ¡pero con qué voz de galán que me dice sus antipiropos!