Me quedé pensando, busqué algún caso en la memoria pero no encontré. Le dije asombrado:
—Siempre nos ponemos de acuerdo, dormite.
—¿Pero entonces quién es el jefe de los dos?
—Nadie —le contesté.
Nina se quedó callada, pensé que por fin se quedaba dormida, pero no. Dijo:
—Pero si un día se equivocan, ¿a quién hacen enojar?
Esa noche soñé, nítidamente, un recuerdo de mayo de 1982. En el sueño tengo once años y estoy en mi habitación desgrabando unas entrevistas que les hicimos a los vecinos, en la vereda, la tarde anterior. Les preguntábamos sobre Margaret Thatcher. Chiri está a punto de llegar, fue hasta lo de Guinot a hacer fotocopias del segundo pliego de la revista.
La revista que hacemos se llama Las Cloacas y la vendemos en la escuela, entre nuestros compañeros, sin demasiada algarabía por parte de ellos: solamente se ríen un poco con los dibujos, pero no con los textos. La revista tiene lema: abajo del logo dice, más chiquito, aromas del Cairo.
Son tres pliegos tamaño oficio doblados y grapados: doce páginas en total. La hacemos con mi flamante Lexicon 80, a dos columnas. Antes la hacíamos con la Olivetti portátil de la madre de Chiri, pero la nueva Lexicon que trajo Roberto a casa es de carro ancho, y podemos poner directamente la hoja apaisada. Es difícil hacer los originales a dos columnas y que te quede, cada línea, bien justificada a derecha, pero escribiendo despacio y pensando bien las frases, se puede.
En el sueño yo estoy ahí de manera rotunda; quiero decir, no tengo memoria del futuro. Soy realmente ese gordito, mis únicas preocupaciones son las de esa tarde. Son pocas, pero una me molesta: estoy un poco enojado con Chiri porque no nos ponemos de acuerdo en algo que, a mí, me parece simplísimo: las preguntas de la entrevista tienen que ir en rojo y las respuestas en negro, porque el lector va a entender mejor si la pregunta es de un color y la respuesta de otro.
Chiri dice que es al pedo, porque las fotocopias son en blanco y negro. Yo le digo que en las fotocopias el rojo se convierte en gris, por lo que el efecto se consigue igual. Chiri dice que no. Yo digo que sí. Creo que es la primera vez que nos peleamos.
Chiri se levanta, caliente como una pipa, agarra el original del segundo pliego y se va a lo de Guinot a hacer fotocopias. Yo estoy enojado porque Chiri cree que mis razones son otras. Estoy casi seguro. Él piensa que, como ahora tengo una máquina de escribir con doble tinta, quiero alardear.
Estoy enojado porque es verdad. Estoy enojado por ese instinto que tiene de saber mis verdaderas razones sobre las cosas. Le va a pedir a Guinot que haga las fotocopias con mucho contraste, para que no se note el rojo. Va a volver con esa cara que pone siempre cuando me descubre las intenciones.
En eso estoy pensando cuando Chiri entra a la habitación, con las fotocopias en la mano. No tiene la cara que yo me imaginaba, no está contento ni triste ni enojado. Me dice que afuera hay dos tipos que quieren hablar con nosotros. Lo vuelvo a mirar: está pálido, como si le hubiera pasado algo malo.
—¿Qué tipos? —le pregunto.
—Dos tipos: cuando volví con las fotocopias estaban a punto de tocar timbre.
—¿Y qué quieren?
—Dicen que son empleados nuestros, que ya terminaron la número siete y quieren que aprobemos los originales para entrar a imprenta.
—Será gente que pide —le digo.
—No, es muy raro: uno se parece bastante a mi tío Luis con anteojos; el otro es idéntico a tu abuelo Marcos más joven.
Bajamos la escalera caracol con alarma. Chiri llevaba las fotocopias en la mano y los papeles le temblaban. Mi susto tenía más que ver con su cara de pánico que con mi propia inquietud. Entonces vi, por fin, a los dos hombres que nos estaban buscando; los vi en la vereda hablando entre ellos con tranquilidad, sin apuro.
Supe enseguida lo que Chiri no se animaba a decirme. Me quedé paralizado, mirándolos a través de la cortina. Yo no conocía al tío Luis Basilis, pero a mi abuelo Marcos sí lo conocía muy bien. Y uno de ellos era bastante parecido a mi abuelo: algo más joven, pero igual de serio y de gordo. Pero no era mi abuelo. Y el otro no era el tío Luis.
Miré a Chiri:
—Somos nosotros —le dije.
Él hizo que sí con la cabeza, sin mirarme:
—Somos nosotros, pero viejos.
Hicimos silencio. De repente Chiri dejó de estar asustado (lo supe porque suspiró) y eso me tranquilizó también a mí. Creo que tenía miedo de estar loco él solo, de que ni siquiera yo le creyera.
—¿Cuándo te diste cuenta?
—Enseguida, ni bien me hablaron —me dijo en voz baja—. Yo venía en la bici para tu casa y los vi en la esquina de la Treinta y Dos. El gordo se dio cuenta de que era yo el que venía y le avisó al canoso. De lejos no los reconocí, de cerca me parecieron conocidos, pero cuando me hablaron me di cuenta. No les dije nada, pero me di cuenta. Hablan igual que nosotros.
—Vos tenés canas y anteojos de puto.
—Vos sos gordísimo. Y usás cartera.
—No es una cartera, es un morral de hippie.
—No existen los hippies gordos.
Habíamos levantado la voz y nos oyeron. Los dos hombres miraron a la vez la puerta. El más gordo saludó con la mano. El canoso nos hizo señas para que saliéramos de una vez.
Abrimos la puerta despacio, caminamos hasta la vereda y nos quedamos, los cuatro, mirándonos. El canoso me señaló al verme y le dijo al gordo:
—Ya tenías tetas de chiquito.
Los dos se rieron. Yo me puse colorado y encorvé los hombros. Me dio muchísima bronca ver que Chiri también se reía y se ponía del lado de los mayores. El canoso miró la hora en un rectángulo negro, muy raro, que sacó del bolsillo.
—Boludo, apuremos que tenemos que entrar a imprenta —dijo. El más gordo se acercó y me preguntó:
—¿Hay alguien en casa?
Negué con la cabeza.
—¿A dónde están?
—En la Liga.
—Entonces vamos adentro —dijo, abriendo el morral—, tenemos que solucionar un asunto.
Estuvieron en casa media hora, no mucho más. En ningún momento se presentaron, ni nosotros les preguntamos los nombres. Había algo, más fuerte que las palabras, que nos unía y nos hacía entender quiénes eran. Mejor dicho: quiénes éramos los cuatro.
Nos reunimos en la cocina, ellos caminaban por mi casa sin confundir los pasillos ni las habitaciones. El canoso abrió la heladera sin permiso y sacó una botella de leche. El gordo puso cuatro vasos grandes en la mesa y les echó dos cucharadas soperas de Nesquik a cada uno, menos al suyo. A su vaso le puso seis. Chiri y yo lo mirabámos sin decir nada.
El canoso bebió un trago, entrecerró los ojos y suspiró con alegría:
—¡Ah, la chocolatada de esta época es mil veces mejor! —dijo.
El gordo se llevó el vaso a la boca pero no se detuvo. Bebió y bebió, sin respirar, hasta la última gota. Después se limpió la boca con el mantel.
Ya no me quedaban dudas: ese gordo era yo. Y lo peor es que yo era ese gordo porque nunca había dejado de tomar la leche de esa manera. Ni siquiera de viejo. Tenía razón el doctor al que me llevaba Chichita: el problema era el Nesquik.
—El asunto es así —se puso serio, de golpe, el canoso—. Estamos haciendo una revista, ya vamos por el número siete, y hasta hoy nunca habíamos tenido un desacuerdo entre nosotros.
—¿Una revista de qué? —pregunté, tratando de que no se me notara la cara de felicidad.
—Cuentos, crónicas —dijo el gordo.
—Historietas, sonetos —agregó el canoso.
Chiri y yo nos miramos y sonreímos. Una semana atrás habíamos tenido una conversación muy seria sobre nuestro futuro y habíamos decidido que nos íbamos a dedicar a hacer revistas. A escribirlas y dibujarlas.
—¿En serio trabajan en una revista? —preguntó Chiri— ¿Escriben o dibujan, o las dos cosas a la vez?
—La dirigimos —dijo el gordo—. Yo soy el editor responsable y él es el jefe de redacción.
—¿Ninguno de los dos dibuja? —pregunté.
—No —respondieron a la vez.
Chiri y yo nos miramos serios.
—¡Pero dirigimos! —dijo el gordo— Buscamos a los que escriben, a los que investigan, a los que dibujan. Pensamos los temas, hacemos garabatos en unas carpetas, llamamos por teléfono a los autores, los cagamos a pedo cuando se atrasan… Deberían estar contentos.
—¿Ustedes están contentos? —pregunté.
—Claro que estamos contentos, gordito infeliz —dijo el canoso, pero no me sonó como un insulto—. Estamos haciendo lo mismo que hacíamos a los doce años. ¿No te das cuenta? Mirá este pliego: es el pliego uno. Y este es el pliego ocho.
—¿Qué problema tienen? —preguntó Chiri.
El canoso le hizo una seña al gordo para que hablara él. El gordo levantó las cejas, como si ya hubiera explicado lo mismo mil veces:
—Se me ocurrió escribir una historia en la página tres, pero se me quedó corta la hoja —dijo, mirando al canoso con rabia—, y la quiero seguir en la página ciento veintiocho. Pero el pajerto no quiere saber nada.
—Es una reverenda pelotudez —dijo el canoso—. Hacemos una revista clásica, no somos vanguardistas, no experimentamos con boludeces.
Se notaba que la discusión venía de lejos. Se quedaron en silencio, mirándonos. Esperaban una solución por parte nuestra.
—¿Por qué tenemos que decidir nosotros?
Yo iba a hacer la misma pregunta, pero Chiri se me adelantó. El gordo grande dijo:
—Porque ustedes son los jefes y nosotros somos los empleados.
Nos quedamos en silencio.
—Quiero decir —siguió—, empezamos a hacer esta revista para cumplir un compromiso con ustedes. No estamos acá por casualidad. Ustedes tuvieron una conversación hace poco.
—En el patio —dijo el canoso—, en el segundo recreo. ¿Se acuerdan?
Asentimos, pálidos.
—Y se juraron algo.
—Sí.
—¿Juraron que iban a ser ricos?
—No.
—¿Que iban a ser famosos?
—No.
—Qué juraron.
Chiri tragó saliva:
—Que cuando fuéramos grandes íbamos a seguir siendo amigos.
—Y qué más —preguntó el gordo.
—Que íbamos a hacer una revista.
Lagrimeamos todos a la vez, como una coreografía de maricones en diferentes períodos de su sensibilidad.
—Nosotros —dijo el canoso— venimos a decirles que está todo bien, que lo que viene va a estar bueno. Porque ese juramento, para nosotros, fue una orden.
—Ustedes son los jefes —dijo el gordo—, los jefes son los que dan las órdenes. Nosotros, los grandes, solamente somos empleados. ¿Aprueban el cambio del editorial, entonces? Decidan rápido porque estamos entrando a imprenta mañana.
—Por mí sí, que vaya el cuento largo —dijo Chiri, y el canoso lo miró con bronca.
—Yo pienso lo mismo —dije—. Si el cuento está bueno, qué importa dónde termina.
—Ese es el problema —dijo el canoso, resignado—. Es uno de los peores cuentos que el Gordo escribió en su vida. Es infantil, está lleno de lugares comunes. ¿Saben cómo termina?
—Cómo.
Y entonces me desperté.