Fue un error.
Más tarde en casa lloré seis días enteros con sus noches. Fue el principio de una larga lista de cosas que quise mucho y que ya nunca pude volver a encontrar.
En esa lista hay también:
– dos chaquetas
– nueve pares de calcetines
– un cuaderno donde escribí nueve poemas
– mis tres primeras novias
– un boli de seis colores
– tres balones de fútbol y uno de baloncesto
– una maestra suplente de biología
– un padre golpeador
– mi fusil de la mili
– los afiches de Barón Rojo
– un perro que se llamaba Aitor¹
– el disco Thriller en vinilo
– una botella de Fanta que venía con premio
– dos primos que se han ido a vivir a Logroño²
– doce libros de Hardy Boys sin leer.
Los objetos perdidos son una raza aparte, como los chinos. Viven todos juntos y no son sociables, duermen poco, conversan sobre sus dueños, salen a la calle solo por las noches, y huelen un poco a otra época.
Seguramente están en el revés del mundo, esperando ser reciclados o fundidos. Todas las llaves que ya no abren puertas, todos los mecheros y las tazas de café, todos los calcetines a los que les falta el par, los long plays de los setenta, los billetes de diez pesetas, las pelucas de las muñecas decapitadas por hermanos menores sin escrúpulos, los teléfonos móviles que pesaban medio kilo y las revistas del corazón de la ex Checoslovaquia.
Me gustaría ser un objeto perdido.
Que mañana la enfermera Sara abra la puerta de mi habitación y ya no me encuentre nunca.
Que busque debajo de la cama, en los bolsillos, en la basura, y yo no esté.
Que me reclame y no aparezca. Que pregunte en el barrio y nadie sepa nada de mí. Me gustaría volver con las cosas que he perdido, con mi chupete azul agujereado y mi perro. Estar del otro lado del mundo, en el anverso de las cosas, esperando a que alguien venga y me recupere para siempre.
- Al perro es posible que lo haya matado mi madre y me haya dicho después que se perdió. Ella era muy de hacer estas cosas.
- Ídem.