«Los pocillos», de Mario Benedetti
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Pausa

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100 covers de cuentos clásicos

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Mariana entró al living con los pocillos en una bandeja. «¿Sirvo el café?», preguntó. Claudio, su ma­rido, conversaba en el living con Alberto, su hermano menor, que estaba de visita. 

«Esperáme, esperá que antes me quiero fumar un cigarrillo», le dijo Claudio a su mujer. Ella apoyó los pocillos sobre la mesa. Se los habían traído de Italia y ella los adoraba porque eran de distintos colores y los podía combinar como quisiera. El pocillo rojo con el platito negro, el verde con el platito azul… 

Después Mariana se sentó y miró a su esposo. Claudio empezó a moverse, tanteando el sofá. «¿Qué buscás?», preguntó ella. «El encendedor», dijo él. «Ahí, a tu derecha», dijo ella. 

La mano de Claudio corrigió el rumbo, pero an­tes de encontrar el encendedor Alberto prendió un fósforo y ayudó a su hermano a prender el cigarrillo. «Gracias», dijo Claudio… y aspiró la primera boca­nada de humo. 

«Este mes tampoco fuiste al médico», le reprochó Alberto. «¿Para qué voy a ir? ¿Para escucharlo decir que tengo una salud de roble, que mi hígado funcio­na perfecto, que mi corazón anda bárbaro? Estoy po­drido de mi excelente salud sin ojos», dijo Claudio, y fumó otra vez. 

Mariana bajó la mirada. Su matrimonio había te­nido buenos momentos, pero cuando Claudio perdió la vista las cosas cambiaron. Ella hubiera querido pro­tegerlo, pero él se había metido para adentro. Y Ma­riana no estaba hecha solamente para asistir a alguien que se pasaba el día enojado. 

Alberto se levantó del sofá y se acercó al ventanal. «Qué otoño más raro. ¿Te fijaste?», dijo. Su hermano respondió: «No, fijate vos por mí». 

Alberto miró a Mariana en silencio: el comentario había sido para ella. Los cuñados sonrieron. De pron­to Mariana supo que se había puesto linda. Siempre que miraba a Alberto se ponía linda. Él se lo había di­cho por primera vez una noche que Claudio le había gritado cosas horribles y ella había llorado durante horas. Es decir, hasta que había encontrado el hom­bro de Alberto y se había sentido comprendida. 

«Ayer estuvo Trelles», dijo Claudio de pronto. Ellos dejaron de sonreír. «Vino a hacerme la clásica visita chupamedias que el personal de la fábrica me consagra una vez por año. Me imagino que organiza­ rán un sorteo: el que pierde se jode y tiene que venir a verme». 

«También puede ser que te quieran, Claudio», dijo Alberto. Y Claudio sonrió, pero con ironía. 

Alberto respetaba a su hermano mayor. También le envidiaba un poco su aparente felicidad, la suerte de haber encontrado a una mujer hermosa y encan­tadora. Él no había tenido esa suerte, por eso seguía soltero. 

El día que Mariana recurrió a él buscando protec­ción, Alberto le confesó que nunca se había casado porque comparaba con ella a todas las mujeres que conocía, y ninguna le llegaba a los talones. Unas se­manas después de esta confesión empezaron los en­cuentros furtivos. Se veían sin necesidad de salir de la casa. Habían desarrollado una técnica perfecta y silenciosa. No había nada que los frenara. 

«Ahora sí podés calentar el café», dijo Claudio, y Mariana se inclinó sobre la mesa ratona y prendió el mecherito. Por un momento se distrajo mirando los pocillos: uno de cada color, formando un triángulo perfecto. Después se reclinó hacia atrás en el sofá y su nuca encontró lo que esperaba: la mano de Alberto, cálida y lista para recibirla. 

En el sillón, frente a ellos, Claudio respiraba con tranquilidad. La mano de Alberto le acarició el cuello a Mariana, le rozó la oreja y después recorrió la me­jilla y el mentón, hasta que se detuvo en sus labios húmedos y entreabiertos. Entonces ella, mientras el café se calentaba, cerró los ojos y le rozó los dedos con la lengua. Cuando abrió los ojos, la cara de Claudio era la misma. Ajena, reservada, distante. Para ella, sin embargo, ese momento siempre venía acompañado de un poco de miedo. 

«No lo dejes hervir», dijo Claudio. Alberto retiró la mano y Mariana volvió a inclinarse sobre la mesa. Apagó la llamita del mechero con la tapa de vidrio, levantó la cafetera y llenó los pocillos. Todos los días cambiaba la distribución de los colores. Hoy el verde era para Claudio, el negro para Alberto, el rojo para ella. Agarró el pocillo verde para alcanzárselo a su ma­rido, pero él levantó apenas la palma de la mano y ella se detuvo intrigada. 

Se hizo un silencio extraño. Hasta que él, con una sonrisa apretada, dijo por fin: «No, mi amor. Hoy quiero el café en el pocillo rojo». 

Mario Benedetti
Una adaptación de Hernán Casciari