Nos esperaba como si nunca le hubiese pasado nada. Ni bien entramos, soltó el vaso y las cucharitas y nos abrió de par en par los brazos:
—¡He tornatto di la morte! —nos dice sonriendo.
Después de los besos y los abrazos, nos cuenta que durante todos estos días había visitado un sitio maravilloso, que irradiaba una luz muy blanca y en donde existía lo necesario para ser feliz:
—Mirara per dove mirara, había grandes fuentone di tallarine con pesto e moltísima ragazza en pelotta —nos dice, con la vista perdida en ese mundo.
—¡El cielo! —adivina el Caio.
—O el averno, figlio —duda el Nonno—… Me ne frega si era el uno o el altro. Ma ío ahí era feliche.
—¿Y acá no sos feliz, nonito? —pregunta la Sofi, mimosa, llenándolo de besos.
—Cuesta famiglia é única, bambina… E trascartone é la mía, e me piache. ¿Per qué te pensá que he tornatto?
El Zacarías no dice nada. Se aguanta. Desde el marco de la puerta se suena los mocos con disimulo y se hace el machito, para que nadie sepa que tiene el corazón en la garganta. Yo lo miro y con un gesto le hago entender «andá, boludón, pegále un abrazo, ¿no ves que te morís de ganas?» pero él se queda ahí, estaqueado, sin saber qué hacer con sus emociones y con su pasado.
Yo tengo una mano del Nonno entre mis manos, desde el principio, y se la aprieto fuerte, se la masajeo, le doy calor, mientras los chicos siguen hablando con su abuelo, y haciéndole preguntas, y riéndose con él. Al Caio no le entra la sonrisa en la cara, la boca se le escapa por los costados y los ojitos le brillan como dos luces altas viniendo de frente por la ruta. Desde que lo echaron del colegio que no estaba tan contento ese chico.
—E en ese lugare vó estaba conmigo, bambino —le dice el Nonno a su nieto—, ío te escoltaba sempre cuando vó me parlaba a la notte.
Entonces el Caio nos mira, como diciéndonos «¿vieron, boludos, que él me escuchaba?», y sonríe todavía más, pensando que aún le queda un poco más de futuro con su amigo del alma. Y el Zacarías se pone de espaldas contra la puerta para que nadie lo vea ser feliz.
La Sofi se ha ido como una desesperada a llamar al Nacho por teléfono, para contarle, para compartir la alegría con alguien que todavía no sabe, que es una manera de revivir la felicidad en el reflejo de otro.
La veo desde la pieza riéndose por teléfono, no escucho lo que dice, pero también la risa de la nena rebota por las paredes, y me imagino al Nachito, pobre santo, llorando a moco tendido a mil kilómetros de casa, porque cuando uno está lejos las buenas noticias también te hacen llorar, nadie sabe por qué.
Y ahí me doy cuenta que el Nonno, este viejo loco al que le doy la mano como si él me estuviera salvando de algo, reparte vida sin darse cuenta, la regala interminablemente.
—Vamos —le digo a todo el mundo, poniéndome de pie—, dejémoslo descansar, que el abuelo viene desde muy lejos —y mirando al Nonno—: ¿Qué quiere para cenar, don Américo?
—¡Milanessa e papafritta! —dice él, sin pensarlo mucho. El Zacarías y el Caio arrastran los pies: no quieren irse,
pero los empujo para afuera con las manos. Don Américo nos mira desde la cama, con los cachetes rosados como nunca y una mirada brillosa, agradecida y frágil. Entonces ocurre:
—Ey, Mirtitta… —me dice cuando vamos saliendo.
Me doy vuelta desde el pasillo, lo miro. Él levanta una mano, haciendo un esfuerzo enorme, como si quisiera tocarme a la distancia, y me dice:
—Gratzie per tutto… figlia mía.
Entonces no sé por qué, será porque lo conozco desde hace tanto tiempo y por fin me ha dicho hija mía, o será porque necesitaba que se diera cuenta que lo quiero tanto, o será porque esta casa sin el Nonno no es la misma; no sé por qué, pero cuando me dice gracias y me dice hija me tiembla todo el cuerpo y corro hasta él y lo abrazo como nunca me había animado.
Me abrazo a él como si fuera una nena, como si fuera Heidi, como si me abrazara a la infancia o a mi propio padre que se ha ido tan temprano, y le digo «gracias a usted, papá» y me quiebro y lloro. «Gracias a usted, papá», y me acurruco en su pecho («papá, papá»), y él me acaricia el pelo con infinita ternura, como si la que hubiera vuelto de la muerte a visitarlo fuera yo. Como si él me esperase siempre con su sonrisa cocoliche y con un chiste a punto.
Y me susurra, guiñándole un ojo al Caio, mientras lloro:
—Las papafritta non muy crocante, Mirta, ricordáte que vengo de un coma.