«Matar a un perro», de Samanta Schweblin
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Pausa

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100 covers de cuentos clásicos

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Un hombre de unos cuarenta años se presen­ta a una entrevista de trabajo medio rara. Si quiere quedarse con el puesto, tiene que matar a un perro a palazos. Esa es la única forma que tienen los em­pleadores —que son unos mafiosos— de saber que el candidato, una vez contratado, va a ser capaz de romperle los huesos a una persona e incluso, si hiciera falta, asesinarla. 

La admisión está a cargo de un tipo medio calla­do, de lentes oscuros al que llaman Topo, y se hace en el puerto de Buenos Aires. Para eso, el Topo pasa a buscar en auto al candidato, le cede el asiento del conductor y lo hace manejar por una serie de calles que el Topo va enumerando sobre la marcha. Doble acá, siga derecho, etcétera. 

Antes de llegar a destino paran en una plaza.

El Topo le ordena al candidato que baje. A lo lejos, cerca de una fuente, hay varios perros descansando. El candidato tiene que elegir a uno, el que quiera, y meterlo en el auto. Así que se arma de valor, va al baúl, saca una pala y camina despacio hasta a los perros. La situación, piensa el candidato, es bastante jodida: una cosa es que te digan «matá a este perro» y otra es tener que elegir uno mismo a qué perro vas a matar. ¿Con cuál me quedo?, piensa el candidato. ¿Con el más viejo, el más agresivo, el más joven? 

Entonces mira a un perro blanco, mediano, con manchas negras, y le da un palazo seco. El perro aúlla de dolor y le tira un tarascón que le alcanza la mano al candidato. Le sangra la mano, pero el candidato le mete otro palazo y el perro medio se desmaya. Pero no se muere. El candidato agarra al perro y lo lleva, atontado, hasta el auto donde está esperando el Topo. Mientras el candidato lleva al perro en brazos, desde atrás de un árbol un borracho de barba se asoma y le dice: «Eso no se hace, muchacho. Mire que los ani­males no se olvidan». 

Pero el candidato ni se para ni a ver quién le habla: llega al auto, mete al perro en el baúl y se sienta al volante. Las manos le tiemblan, una le sangra. 

A un costado el Topo observa la sangre en la mano del candidato: «Tenés usar guantes», le dice. «¿Venís a matar a un perro y no traés guantes?». 

Fastidiado por el dolor de la herida, el candida­to dice que sí con la cabeza, le da la razón al Topo, prende el motor y maneja rumbo al puerto. Por el camino, mientras el auto avanza, se escuchan los rui­dos del perro en el baúl. Se nota que el perro intenta salir, desesperado y sin fuerzas. Y después unos jadeos de agonía que al Topo le parecen graciosos. «Frená acá», le dice el Topo al candidato. El candidato frena. «Ahora acelerá», dice el Topo. «Ahora frená». «Acele­rá», «Frená», «Andá en zigzag». El candidato por fin se da cuenta de que el Topo quiere que el perro llegue mareado al puerto. 

Cuando estacionan, entre contenedores y focos amarillos, el candidato sale del auto y va al baúl. Mientras lo hace piensa que hubiera sido mejor que el perro ya estuviera muerto: la próxima vez, el pri­mer golpe va a ser mortal y listo. Pero ahora hay que rematarlo. Cuando abre el baúl, el perro lo mira, agi­tado y tembloroso, y se deja alzar entre aullidos que demuestran que le duele todo el cuerpo. 

El candidato deja al perro en el suelo. Agarra la pala. Detrás se para el Topo, que también mira al ani­mal. El Topo dice: «Dale». Pero el candidato, inmóvil, no hace nada. El Topo insiste: «¡Dalee!», dice el Topo, pero no pasa nada. «Dale, carajo», grita el Topo. El candidato cierra los ojos y hunde la pala con fuerza en la cabeza del perro, que da un solo grito y muere. 

Después se hace silencio. Los dos suben al auto. El candidato, al volante, arranca y espera las nuevas in­dicaciones. Hace preguntas. Quiere saber cuál será su apodo, por cuánta plata va a trabajar, qué día empie­za. Pero el Topo solamente le indica calles. Doble acá, siga derecho, tome esta curva. Hasta que, después de un rato. lo hace frenar en una esquina precisa. Mira al candidato y le dice: «Bajesé». 

El candidato obedece, el Topo se pasa al asiento del conductor y el candidato le pregunta qué hay que hacer. Entonces el Topo, sin sacarse los lentes, le con­testa: «Nada. Usted dudó», arranca el auto y se va. 

Recién ahí, el candidato entiende que está en la misma plaza donde empezó la historia. Y que en el medio de la plaza, cerca de la fuente, una manada de perros se levanta despacio. Son diez, doce perros, que empiezan a caminar hacia él, mostrando los dientes.

Samanta Schweblin
Una adaptación de Hernán Casciari