A Candela Prieto no le causó ninguna gracia el mensaje. Espió el perfil de la otra Candela. Y había una sola foto, de su propia infancia; entonces se asustó. Esa foto ya no existía; ella misma la había roto hacía mucho. En la foto estaba gorda, el pelo pajoso, los dientes torcidos. ¿Quién le estaba haciendo esa broma de mierda?
Respondió la arquitecta el mensaje con rabia:
—Seas quien seas, no tiene gracia. Sacá ya mismo esa foto de Internet. ¡Imbécil!
La otra Candela le dijo:
—No te enojes. Solamente quiero ser tu amiga y que me cuentes cuándo empezaste a ser linda.
La arquitecta estalló:
—¡Lo que estás haciendo es un delito! —escribió—. Si no me decís quién sos, llamo a la policía.
Y la nena dijo:
—¿Otra vez? Me llamo Candela, tengo diez años, mis papás se llaman Laura y Eduardo, vivo en la quinta, pasando las vías.
La arquitecta escribió con bronca:
—¡Todo eso lo podés averiguar en cualquier parte de Internet, estúpido!
La nena contestó:
—Tengo un perro que se llama Caniche. Ayer papá me llevó al garaje, a solas, y me dijo que Caniche se va a tener que morir esta semana, de viejo. ¿Te suena eso?
La arquitecta Candela Prieto se quedó muda en la oficina, con los ojos en el monitor. La nena siguió:
—Caniche es mi único amigo, porque en la escuela nadie me habla. Y si alguien me habla es para burlarse. En cambio, Caniche, cuando llego a la tarde, me salta encima y mueve la cola. Lo conozco desde que nací, pero ahora ya no tiene fuerza ni me puede mirar porque se quedó ciego. Estuve llorando toda la tarde, pero ahora veo que tenés seiscientos setenta y un amigos en Facebook, y que sos linda, y entonces estoy mejor.
El mensaje quedó titilando un rato largo en el monitor. La arquitecta Candela Prieto no respondió rápido, porque lloraba y lloraba y no podía parar. Hacía años que no lloraba.
—Gracias por el piropo —dijo—, en realidad no soy tan linda, solamente subo fotos donde estoy maquillada. ¿Pero quién sos?
La nena dijo:
—No te voy a decir más quién soy, me tenés podrida con eso. ¿Te puedo hacer una pregunta?
La arquitecta dijo que sí. Entonces la nena escribió rápido y con muchas faltas de ortografía:
—¿Cuándo empezaste a adelgazar? ¿Cuándo se te corrigieron los dientes?
Y la arquitecta contestó:
—A los doce dejé de comer porquerías, porque me empezaron a gustar los chicos y ninguno quería bailar conmigo. A los trece años pegué un estirón. Los dientes fueron mérito del odontólogo.
La nena dijo:
—¿Y cuándo me van a salir las tetas?
La arquitecta se rio muy fuerte y escribió:
—En dos o tres años, no te preocupes por eso.
Entonces la nena le devolvió un emoji de felicidad, y la arquitecta se rio fuerte.
—Igual, hay una cosa que no entiendo —dijo la nena—; estuve viendo un montón de fotos tuyas y ya sé casi todo de vos. Vivís sola, comés cosas raras, le sacás fotos al plato, vas a fiestas, viajás por todos lados. Pero nunca vi una foto tuya con tu perro de ahora. ¿Por qué no tenés fotos con tu perro de ahora?
La arquitecta contestó:
—Es que no tengo perro.
Y la nena dijo:
—¡Daaale! Siempre voy a tener perro. No puedo vivir sin perro.
La arquitecta se quedó perpleja, con la boca abierta, pensando. La nena dijo:
—Me tengo que ir, papá me llama a cenar. —Y se desconectó.
Candela Prieto se quedó sola en la oficina, sin saber bien lo que había pasado. A las seis de la tarde salió del trabajo y, en lugar de ir directo a su casa, como siempre, pasó por la veterinaria del barrio y se quedó en la vidriera mirando cachorros. Había tres: un cocker, un salchicha con cara divertida y el más chiquito, que la miraba por la ventana. Entró y se quedó con el último, que ni siquiera era el más caro. Volvió a su casa con el perrito en los brazos, le dio leche y le puso de nombre Caniche Dos. Abrió Facebook y aceptó la invitación de amistad de Candela. Y la buscó por el chat:
—Cande, ¿estás?
Del otro lado, nada.
—¿Estás, Candela? Estoy en casa, quiero contarte algo.
Del otro lado, silencio. La arquitecta fue a la galería de imágenes de la nena y se quedó mirando la única foto en la que ella tenía diez años y el pelo pajoso y los dientes torcidos. La miró un rato largo: era la foto que más había odiado en la vida. Entonces buscó el botón azul y lo apretó lo más fuerte que pudo:
—Me gusta. Me gusta.
Se quedó un rato embobada, sonriendo con la foto. Después apagó la compu y se fue a jugar con su perro.