Me hago cargo
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Pausa

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Una playlist de 125 cuentos

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Durante la infancia mi mamá mandaba a mi hermana, solamente a mi hermana, a hacer los mandados al almacén de enfrente. Nunca, jamás, me mandó a mí. Yo empecé a ir al almacén a los trece años, por propia voluntad, a buscar cigarros para mí.

Una vez mi papá se tuvo que cocinar él mismo la cena, porque mi mamá no estaba. Mi abuela se enteró y le hizo un escándalo a su nuera:

—¿Cómo es posible, nena? ¡Él es el hombre de la casa! ¿Cómo va a cocinar?

Entre los nueve y los catorce años escondí de mi papá las poesías que yo escribía, para que él no me creyera demasiado femenino. Entre los seis y los quince jugué a deportes de fuerza, únicamente para demostrar masculinidad.

Mi papá nunca pisó el almacén de enfrente ni el mercadito de la esquina. Nunca jamás nos hizo el almuerzo o la cena. Nunca barrió el piso ni nos cosió un botón. Ninguna mujer de la casa se lo hubiera permitido.

En la adolescencia, algunas amigas señalaron en mí actitudes machistas que yo no podía reconocer o que me negaba a aceptar. Pasaba mucho en las sobremesas de los asados, mientras ellas levantaban los platos y nosotros armábamos el cigarro.

Hasta el final del siglo veinte (es decir, hasta mis treinta años), creí que machismo y feminismo eran dos extremos y me burlé de los dos. Al principio de este siglo fui papá por primera vez. En la crianza de mi hija practiqué la ironía seudoprogre de decir frente a ella «puto», «trola», «negro» y otro montón de tópicos que creía inofensivos. O chistosos.

También debatí sin argumento en sobremesas acaloradas y salieron de mi boca algunas frases hipócritas, como, por ejemplo: «No seas exagerada… No todos los varones somos así».

Entre los treinta y los cuarenta escribí más de quinientos cuentos en Internet. Y hay por lo menos veinte cuentos que tienen alguna frase machista o alguna idea retrógrada que hoy me avergonzaría leer.

A los cuarenta y tres años me pregunté por primera vez qué tenía que hacer con esos cuentos. ¿Borrarlos? Eso sería cobarde. ¿Corregir las partes feas? Eso me convertiría en un careta. Entonces elegí mantener esos cuentos en mis libros, pero avisando. Hacerme cargo del que fui para ser menos imbécil de ahí en adelante.

No un autocastigo, sino más bien un recordatorio. Como el que se mira la cicatriz y sabe que no tiene que cruzar desnudo un alambre de púas.

No estoy curado de mi machismo. Todavía tengo en la cabeza algunas frases en reparación. Lo descubro cuando personas más jóvenes me alertan: «¿Te parece, Hernán, que dos mochileras que van juntas viajan solas?», me dijeron una vez. No es fácil soltar todos los lastres.

Pero también empiezo a percibir yo mismo las alarmas. Descubro solito símbolos mal puestos y barbaridades en los medios de comunicación o en la calle. Empiezo a sentir el placer de mis propias cáscaras cayéndose.

Nací varón en Latinoamérica, en los años setenta. Y por eso mismo me cuesta mucho, cada vez que lloro, no decir «parezco mina» o «me puse putito». Son muchos años de ser un imbécil que se creía gracioso.

Pero me esfuerzo. Trato todos los días de estar atento a los símbolos y a los tópicos. Ya no hago chistes de falso progresismo. Me ejercito para dar pelea, incluso en lo dialéctico, que es donde más me cuesta.

Ahora mismo, mientras leo esto, soy casi un viejo. Viví en muchas ciudades del mundo. Y sé, por experiencia, que en esta revolución el mundo entero nos mira, mira a la Argentina, y sigue nuestros pasos. Las mujeres de Argentina se empezaron a levantar y a decir que están hartas de la violencia física, de la psicológica y de la simbólica. Yo soy un escritor y me hago cargo de la tercera. Y quiero decir, ya que estoy, que jamás había visto a un grupo humano acorralar un problema serio con tanta fuerza, con tanta pasión, con tanta creatividad.

Las mujeres están atentas a nuestros deslices como un ejército con hambre de gloria. ¿Cuánto hace que no vivíamos algo tan genuino?

Esta lucha es, a mí no me cabe dudas, lo más revolucionario que le pasó a este país en muchas décadas. Un día vamos a mirar para atrás y nos va a parecer increíble que nosotros, los varones, hayamos tardado tanto en reaccionar.

Nuestros nietos, estoy seguro, van a estar muy orgullosos de sus abuelas.

Hernán Casciari