Memorias de un  jugador de rugby
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Pausa

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Una playlist de 125 cuentos

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Cuando cumplí ocho años, mi papá me levantó de una patada de la cama y me dijo:  «O tomás la comunión o vas a rugby, pero no te quiero los fines de semana durmiendo hasta las doce».

Para hacer la comunión había que hacer un curso los sábados a las diez de la mañana. Para ir a rugby, lo mismo. Las dos cosas eran con pantalón corto blanco y no había que usar el cerebro. Entonces me costó mucho decidir. Hoy que soy grande, hubiera optado por ser católico, pero en la infancia uno siempre se equivoca y elegí ser jugador de rugby. 

Me acuerdo que llegué al Club Mercedes medio dormido, un día espantoso de sol radiante. Me llevaba mi papá de la mano. No por cariño, sino por miedo a que me escapara. El profesor de rugby y mi papá eran amigos. 

—Acá te traigo el paquete —dijo mi papá, como si yo fuera diez gramos de cocaína. 

El profesor de rugby me miró la espalda, me arqueó los hombros y me palpó los tobillos y me dijo: 

—¿Cómo te llamás?

Yo lo parpadeé cuatro veces.

En esa época se me había dado por putear a la gente en clave morse para que nadie se diera cuenta. La clave morse era inventada por mí: tres parpadeos cortos era «la puta» y uno largo «que te recontra mil parió». 

—Se llama Hernán —dijo mi viejo—, está medio dormido, ¿cómo lo ves? 

El profesor de rugby me miró de arriba abajo y me dijo:

—Tenés cuerpo de pivote. 

Por falta de experiencia en deportes y en zoología yo me imaginé que pivote era un animal patagónico. «Debe ser una especie de foca gorda, que come algas», pensé. Por lo tanto, la frase «tenés cuerpo de pivote» me sonó ofensiva, así que lo parpadeé cuatro veces más. Después, mi papá se fue y el profesor me presentó al grupo, eran veinte o treinta chicos, todos con cuerpo de pivote. 

En esa época en mi casa había una especie de guerra secreta entre mis padres y yo era el botín. Todas las actividades extraescolares a las que me mandaba mi mamá, para mi papá eran cosa de putos. Entonces él intentaba equilibrarme las hormonas mandándome a practicar cosas que él decía que eran de macho. 

Por parte de padre yo iba a tenis, a básquet y a fútbol. Mientras que por parte de madre iba a dibujo, a dactilografía y a piano. Hasta ese sábado, mis padres iban tres a tres. Rugby o la comunión debe haber sido una especie de desempate por penales, por eso me hacían elegir a mí. 

Yo estaba pensando en eso cuando de repente alguien me puso en las manos una pelota ovalada y sonó un silbato. Y entonces quince chicos de mi edad, pero muchísimo más enojados que yo, empezaron a querer matarme, se me abalanzaron corriendo. Yo no tuve más opción más que salir disparando. Corrí como un loco, no me acuerdo para dónde, ni cuánto, ni por qué. (¡Es horrible correr sin saber por qué!). Algunos me querían hacer la traba, otros se habían encaprichado con empujarme con el hombro y morderme. Yo corría y los parpadeaba a todos y corría y corría. 

En un momento me dejaron de perseguir. Y el profesor vino corriendo desde la mitad de la cancha, con una sonrisa enorme, y me dijo: 

—Impresionante, Casciari. 

Yo había resultado ser un buen jugador de rugby. Cada vez que yo me asustaba y salía corriendo, eran seis puntos para mi equipo. (Es el día de hoy que no entiendo el sistema, pero era así). 

A la semana siguiente lo mismo: pelota y susto, carrera, seis puntos. Me decían el gordito veloz, todos querían ser amigos míos. Pero yo la verdad no disfrutaba el rugby, no lo entendía.

Fui cinco sábados seguidos, hasta que una mañana un chico más gordo que yo me partió el brazo. Y los primeros días que estuve con el yeso no pude ir a ningún lado: ni a piano, ni a dactilografía, ni a dibujo, ni a los otros tres deportes por parte de padre. Me la pasé rascándome el higo (con la otra manito), mirando Patolandia y mojando pan lactal en chocolatada. 

Una tarde preciosa que lloviznaba, aburrido de cargar con el yeso, agarré un cuaderno de matemáticas y me puse a escribir un cuento por primera vez. Descubrí que me encantaba escribir. Era como parpadear: podía insultar y decir mentiras, y nadie se daba cuenta. Me encantaba escribir, porque además no había que correr. Pero entonces vino mi mamá, y me dijo que para ser católico no me hacían falta todos los brazos, y me mandó a hacer la comunión.

Hernán Casciari