Mentir y contar
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Pausa

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Prólogo de «Cuentos contra reloj»
Cuentos contra reloj

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Desde que tengo uso de razón sabía que iba a escribir. No es una cosa que me ocurrió de grande. Ni siquiera a mediana edad. Ni siquiera tuve la fantasía de algún día ser escritor. Soy escritor. 

Creo que la primera cosa que pensé cuando tuve uso de razón tuvo que ver con mentirle a alguien, decir algo que no era verdad. A mi madre, supongo, que era la que estaba más cerca. No lo sé, no tengo ese recuerdo. Sí tengo el recuerdo de la adrenalina que me causaba mentir. Ver a los ojos a alguien y, con la mirada de la certeza, decir algo que no era verdad. 

¡Lo que me gustaba! Me generaba unas hormigas en el cuerpo. Yo no sabía que eso era ser escritor. Mis padres tampoco lo sabían y, por eso, me pegaban cada vez que lo hacía: porque te dicen que mentir está mal. 

Mentir es lo peor. Decirle a otra persona, a un hermano, a un padre, a un amigo, algo que no es. Eso está penado socialmente. Sin embargo yo de chico veía que la realidad, las cosas tal y como eran, me aburrían muchísimo. Me sigue pasando. Abrir un periódico, escuchar un informativo o la radio; personas explicando cómo está el mundo, cómo está el clima, a mí me aburre. Me aburre porque nos hace incapaces de sospechar que podemos mejorar como especie, por ejemplo. 

Prendemos la radio y lo que dice no es bueno, es la realidad. En cambio, yo cierro los ojos y puedo ver otra cosa. Ahora que tengo más de cincuenta años: pero también cuando tenía siete. 

Prefiero que se imaginen a un chico de siete años en un pueblo de la provincia de Buenos Aires, con una realidad que no era la que tenía ganas de ver ni de escuchar, en su habitación o en el pasto del jardín, cerrando los ojos e inventando otra realidad distinta. No necesariamente mejor, pero maleable, como si fuera arcilla. 

Eso es la mentira. 

La mentira, cuando no tiene como objetivo engañar a otro para hacerle daño; cuando tampoco tiene como objetivo hacerle creer a otro que uno es mejor de lo que es; la mentira, cuando tiene como único objetivo el disfrute del otro —hacerlo emocionar, entristecer, reflexionar o reír— se llama literatura. 

¡Yo no lo sabía! Yo era un chico de seis o siete años que mentía de forma obsesiva. Algunos parientes de mi madre y de mi padre decían: bueno,  posiblemente de grande sea un buen abogado. Todos decían: 

—Vamos, Hernán, a la universidad de abogacía. Por lo menos tendrás dinero.

—No, yo quiero escribir poesías y cuentos. 

—No, porque así estarías mintiendo, pero no tendrías dinero. ¡Abogado! Si vas a ser un mentiroso, por lo menos tené dinero. No seas un mentiroso pobre. 

Y yo, sin embargo, insistí tremendamente. Con la máquina de escribir de mi padre, cuando tenía siete u ocho años, escribía y escribía mentiras. 

Le escribía a mi abuela que nos habíamos ido de vacaciones y le dejaba el mensaje. Mi abuela vivía a la vuelta de mi casa sin cruzar la calle. Por abajo de su puerta, a la madrugada, le dejaba un mensaje y me volvía a mi casa. Yo sabía que ella iba a leer que nos habíamos ido de vacaciones sin avisarle. También ella iba a saber que eso no podía ser verdad, que no se le avisa así a una abuela que un grupo familiar se va de vacaciones, pero me gustaba la posibilidad de que ella, durante un rato, se sintiera sola sin nosotros en casa. 

Después, de más grande, empecé a mentir en la escuela, en el boletín de calificaciones, en los exámenes… Yo recuerdo que nunca jamás durante toda la secundaria hice un examen de química, de matemáticas o de física. Recibía el examen, daba la vuelta a la hoja y le escribía una carta al profesor o a la profesora. Yo lo único que hice en la vida fue escribir; no hice otra cosa. 

En mis tiempos existía todavía el Servicio Militar Obligatorio y yo sabía que no lo iba a hacer, que iba a escribir una carta en donde iba a convencer al Ejército Argentino de que no me merecía. 

Nunca escribí esa carta, fui un desertor, pero sabía que, si me atrapaban —cuando sos un desertor y te atrapan tenés que cumplir el doble de tiempo que has estado afuera— iba a escribir una carta e iba a salvarme del servicio militar. 

Siempre supe que mi única herramienta en la vida era mentir. De grande entendí que ya no se llamaba «mentir» y empecé a decir «Soy escritor». Y lo decía con la frente alta, incluso sin haber escrito nada. Nada bueno, quiero decir. Solamente cartas mentirosas a mi abuela y a mis maestros. Pero yo decía: «Soy un   escritor». 

Por eso, cuando los veo a cada uno de ustedes, veo la posibilidad de mentirle a alguien. Quizás les estoy mintiendo ahora. Quizás soy una persona que quiso ser escritor a los treinta y cinco años y les estoy diciendo que quise serlo desde los seis. ¿Qué importa? Ahí tenemos algo que a mí me llama mucho la atención y que un poquito más grande, a los catorce o a los quince, empecé a descubrir: ¿Qué importa? 

Si yo miro a los ojos a alguien y le digo algo que no le hace mal, que no me hace verme a mí mejor de lo que soy y que a esa otra persona le causa ternura, compasión, emoción, risa o reflexión; si ese mensaje no es verdad, ¿qué importa? ¿No empieza  a ser verdad en el momento exacto en que yo lo comparto y la otra persona lo recibe? Decía un filósofo: «¿Existe el ruido del árbol que cae en el bosque cuando no hay nadie escuchando?”». Decía Borges: «¿Existiría el sabor de la manzana sin la existencia de un paladar?». Tampoco tendrían sentido la verdad o la mentira si no hubiera dos personas intentando comunicarse. 

Yo en la vida me he comunicado más con mentiras que con verdades. Por eso en los aeropuertos digo que soy escritor y no digo que soy periodista. Dicen que los periodistas recurren a la verdad. Creo que los escritores nos inmiscuimos en las cosas que no son. Y hoy, en esta charla, a mí me gustaría que ustedes me hagan preguntas de verdad y que esperen de mí mentiras como respuesta. Cuando ustedes quieran.

UN SEÑOR DE BARBA LARGA —Hace tiempo usted escribió un texto que emocionó profundamente a Messi, al futbolista. ¿Podría usted contarnos esa historia?

Creo que ahí hay un gran ejemplo de la mentira como función literaria. Yo hacía unos seis o siete años que ya no escribía. (Voy a empezar a contar la historia desde atrás por que tiene importancia, por lo menos en mi vida personal.) En el 2015 sufrí un infarto agudo de miocardio, casi me muero, y el médico que me salvó la vida me dijo: «Vuelves a fumar un cigarro y te mueres como un sapo». Fue muy claro y muy técnico. Y yo tuve tanto susto que dejé de fumar inmediatamente. Era diciembre de 2015 cuando dejé de fumar.

En aquella época escribía semanalmente un cuento todos los domingos en el diario El Mundo de Madrid. Y luego del infarto, ya sin fumar, intenté escribir el siguiente cuento semanal. Lo escribí y resultó una porquería el cuento. Lo adjudiqué al infarto, al susto, al tiempo de recuperación. Mandé igual el cuento. Lo publicaron de todas formas; no me dijeron que era malo. 

A la segunda semana otra vez escribí un cuento. Lo escribí como de costumbre. Lo saqué de la impresora, lo leí… y estaba muerto el cuento. Hay una diferencia muy clara en la literatura. Cuando un cuento está vivo es como un cachorro: tiene los ojos brillosos, está esperando jugar con alguien. Pero mis cuentos, sin fumar, estaban muertos. Eran perros que nacían muertos. 

Lo mirabas y era un cuento, tenía una estructura, pero no tenía gracia, no tenía esa emoción de la cosa viva. Y supe que sin fumar no podía escribir. Así empieza esta historia. Termina con Messi, ya va a llegar, pero empieza así. Supe que no podía escribir nunca más. 

Recuerden lo que les conté al principio: escribir es lo único que sé hacer. O, por lo menos, yo pensaba que era lo único que sabía hacer. Y me di cuenta de que había empezado a hacer las dos cosas al mismo tiempo. Entre los doce y los trece años, empecé a fumar y empecé a escribir. Y nunca había hecho las dos cosas por separado. Y mi cerebro no reconoció una cosa sin la otra. 

Entonces, cuando yo empezaba a escribir y empezaba a teclear el primer párrafo —«Había una vez, en un lejano país…»— yo escribía. Y cuando ponía el punto y aparte, empezaba a tantear el tabaco. Automáticamente, sin saberlo, empezaba a tantear el tabaco. 

Cuando fumaba, armaba mientras leía ese primer párrafo y escribía el segundo ya con el cigarro en la boca. Y el tercer párrafo ya nacía con las volutas del humo interrumpiendo el monitor y mi mirada. Nunca supe hacerlo distinto. Y cuando no tuve ese ritual mis ideas dejaron de aparecer como aparecían. Empezaron a aparecer ideas muertas. 

Tengo deformación profesional. Si ustedes me decían en esa época: “Escribe diez líneas sobre una vaca”, yo podía escribir diez líneas. No es que no pudiera escribir, sino que no podía sentir placer al escribir. Entonces, dejé de escribir. 

Inmediatamente, mi cerebro encontró otra herramienta para que escapara mi creatividad, y es esta que ustedes están viendo ahora y que ya lleva siete años de ejercicio: hablar en voz alta como si estuviera escribiendo. Ustedes verán que yo no digo “eh…, eh…, eh…” ni espero; estoy construyendo realmente una frase literaria cuando hablo. Acabo de poner un punto y coma, no un punto. Si quiero poner un punto, lo hago ahora. 

Eso es un punto y aparte y sigo con otra idea. 

Todo esto yo lo tengo en la cabeza y ya no puedo teclearlo. Empecé a contar cuentos en la radio. Luego empecé a hacerlo en la televisión. Luego, en teatros cada vez más multitudinarios de la Argentina. Yo me siento en una mesa en Buenos Aires, en un teatro a la noche, y viene muchísima gente y yo les cuento historias. 

Yo creía que era escritor a los siete y a los nueve años, pero, en realidad, yo contaba historias. Utilizaba el método más tradicional para hacerlo, que era la escritura. Pero cuando la perdí, no dejé de contar historias. No dejé de mentir en ningún momento. 

Y desde el año 2016, después de este infarto, empecé a contar historias en voz alta, pero ya nunca más a escribirlas. No sentí más en la yema de los dedos esa adrenalina maravillosa (que además empecé a echar de menos), que es la necesidad de que los dedos le digan al teclado lo que mi cerebro piensa. Dejó de ocurrir. 

Hasta que un día de diciembre del año 2022, exactamente siete años después de ese infarto que me impidió escribir, pasó algo rarísimo en la Argentina, algo que no estaba previsto. 

Primero, un mundial de fútbol en diciembre. Jamás habíamos vivido un mundial de fútbol en verano, como sí ocurre en el hemisferio norte. En el hemisferio sur, los mundiales son en junio y en julio, y si se festeja, se festeja con pulóver, con campera, con abrigo. Y si se llora por la eliminación, se llora con campera, con abrigo y con bufanda. Pero esta vez ocurrió un mundial de fútbol en diciembre, con calor. 

Y no solamente ocurrió un mundial, sino que ocurrió —iba a decir «creo», pero, en realidad sin ninguna duda— el Mundial más maravilloso que un ser humano nacido en la Argentina pudo haber vivido alguna vez. Un mundial en donde un héroe, ya envejecido para los mundiales, que busca como última gloria aquello que no había conseguido nunca (pero a una edad improbable) consigue, finalmente, en una final épica de 4 a 3 contra un país posiblemente superior, el triunfo. Eso ocurrió el 18 de diciembre del año 2022. Y en mi país, en el minuto posterior al último penal, ocurrió una epopeya que solamente ocurre en la India y cuando la gente sale a venerar a un dios. Nunca había ocurrido eso: cinco o seis millones de personas en paz y en la calle. Y no era por un dios. Fue por un deporte, y ocurrió. 

Dos días después de ese día increíble, los jugadores volvieron desde Qatar a la Argentina en una madrugada en donde no había ningún argentino durmiendo. A las dos y media de la madrugada todos estábamos despiertos, con los ojos así, mirando cómo en cadena nacional todos los canales mostraban un avión del que se estaba abriendo una puerta y del que estaba bajando, sobre todo, este héroe. 

Los anteriores campeonatos mundiales de la Argentina habían tenido dos héroes: Mario Kempes, en 1978, había conseguido el triunfo para la Argentina con veintitrés años; la segunda vez, Diego Armando Maradona, en 1986, había conseguido ese mismo triunfo con veintiséis años. Lionel Messi tenía treinta y cinco. Ningún jugador de fútbol de ningún equipo consiguió hacer campeón a su país con más de treinta y dos. 

Lionel Messi tenía treinta y cinco. Era imposible, y lo consiguió, y de repente se abrió la puerta y empezó a bajar del avión ese chico. Y yo estaba mirando la televisión y me invadió el llanto. Empecé a llorar y no sabía por qué. Solamente sabía que no estaba llorando por algo futbolístico. Me estaba pasando otra cosa. De repente sentí, después de siete años exactos, una adrenalina en los dedos. Y no había nadie en ese momento, en la madrugada, para contarle en voz alta lo que yo estaba sintiendo y lo que estaba pensando, y los dedos decían: «Escribilo. Escribí». 

Y me puse a escribir algo que me estaba pasando y que no sabía qué era y que, escribiéndolo, empecé a descubrir qué era. Yo pensaba: «Ese chico que está bajando hoy, 20 de diciembre de 2022, que está bajando de un avión, no está haciendo esto por primera vez». Todos los años que este chico no vivió en la Argentina, se tomó un avión para pasar Navidad con su familia en Rosario, en Argentina. Todos los 20 de diciembre, desde que yo tengo memoria, este chico hizo lo que está haciendo hoy, no es una novedad. Y yo lloraba por eso. No lo sabía. Estaba volviendo a escribir.

Lo escribí de un tirón, como si fuera un vómito. Lo escribí llorando porque no estaba hablando de fútbol, sino de identidad. Lo escribí con emoción porque sabía que él, Messi, había vivido todo eso. En realidad, lo sospechaba; nunca supe si Messi metió leche condensada en agua hirviendo, nunca supe si sufrió o no. Porque yo soy un mentiroso, desde los siete años miento. Y yo no sabía si a Messi le había pasado todo eso. 

Pero al otro día, en el programa de radio en el que semanalmente cuento un cuento viejo porque ya había dejado de escribir, fui al programa de radio y les dije a mis compañeros: 

—Escribí algo anoche, no lo puedo creer. Después de siete años escribí. 

—Leélo —me dijeron. 

Y entonces leí un resumen del cuento. Los del programa de radio subieron ese resumen de nueve minutos a Tik-Tok, y a la mañana siguiente Antonela, la esposa de Messi, estaba cebándole un mate a Messi en la cama en Rosario, y estaba mirando Tik-Tok. Y en un momento se detiene en un gordo que cuenta un cuento y se quedan los dos, Messi y ella, escuchando la historia de una parejita que ponía leche condensada a hervir… y se pusieron a llorar. 

Esto lo sé porque me lo contó Messi. Se pusieron a llorar. Dos horas después, Messi  mandó un wasap a la radio diciendo: «Es verdad lo que contaba. No sabes cómo lloramos, con Antonela, es verdad». 

Y entonces esa mentira, esos años de mentir y de escribir y de sentir la adrenalina en los dedos, me volvió de una forma conmovedora.

Entiendan, hacía dos días ese muchacho había ganado la Copa del Mundo, la más épica de todas las Copas del Mundo, y ahora estaba en su casa de toda la vida, tomando mate, y le manda un wasap a un escritor que no conoce para decirle que había llorado con un cuento. 

Ahí confirmé la verdad de todas las mentiras que yo decía. La verdad es que sí, en la cima del mundo en ese momento había un hombre humilde y generoso capaz de decir «gracias» por un cuento.

UNO TAL LUIS —Durante tu vida has escrito cientos de cuentos, decenas de libros, has hecho películas, teatro, y aunque eres joven, ¿cuál sería tu legado más importante y cómo te gustaría que te recordaran?

Es verdad que tengo mucha obra en diferentes formatos. Yo creo que, en un punto, primero que nada, me gusta jugar. Cuando hablábamos al principio de la mentira, la mentira es un juego cuando no tiene daño, cuando no hace mal a nadie. 

Y respecto al legado, yo sé exactamente qué es lo que quiero. Siempre lo supe. Nunca supe que siempre lo había sabido. Y en este caso tiene que ver con mi padre. Y te voy a explicar por qué reproduzco permanentemente una imagen. 

Voy a contar primero la imagen. Una persona que me manda un mail, por ejemplo, diciéndome que no tenía ningún vínculo, ningún tema en común con su padre o con su madre, y que, desde el momento que empezaron a escuchar cuentos míos, empezaron a tenerlo. 

Una mamá que me dice por la calle que leyó un libro mío y se reía tanto a carcajadas que su hija, de quince, un día buscó en la mesa de luz ese libro para ver qué decía y terminaron hablando de eso, y que no tenían tanto en común. 

Cada vez que ocurre eso, hay algo en mí que salta de alegría. Cada vez que pasa eso, vuelvo a escuchar por primera vez a mi papá riéndose en el baño con un texto que yo había escrito en el diario de mi pueblo. La primera vez que él me leyó… Perdón, la primera vez que él entendió que lo que yo escribía podía ser divertido. 

Mi papá y yo teníamos una relación muy deportiva. Él solamente hablaba de fútbol. Y entonces yo tuve, por mandato, que ser fanático de fútbol. Nunca me gustó el fútbol, me gustaba charlar con él. Era espantoso no poder hablar con la persona que más querías en el mundo de lo que más te gustaba en la vida. Y tenías que hablar del Racing, nada más, y de fútbol. Yo empecé a escribir en un diario de Mercedes crónicas deportivas. Era mi manera de decirle: “Te voy a contar lo que pasa en el deporte”. Y él las leía. No le parecía ni bien ni mal. Nunca hizo un gesto de “qué bien lo que estás haciendo, qué bien que estás cobrando dinero por esto”. Nada. Pero mi papá admiraba muchísimo el humor, al mismo tiempo. 

Y entonces un día dije: “Voy a hacer otra cosa. Voy a hacer una crónica deportiva, pero con humor. Voy a poner chistes de los que él hace en lo privado”. Mi forma de humor es la de mi papá. Cuando ustedes se reían en otras de las respuestas de cosas que están en mis libros, esa forma de humor es de mi papá. Yo un día la empecé a utilizar. Y un día, un viernes, saqué una crónica en el diario, y dejé el diario arriba del canasto de la ropa en el baño, que era el único lugar donde mi padre leía: el diario del pueblo. 

Y un día mi padre dijo: “¡Oh, qué ganas de cagar!”, y se fue al baño. Y yo me senté al costadito del baño. Me senté. Y a los seis minutos escuché:

—¡Jo jo jo!

Bueno, cada vez que yo recibo un mail de una mamá y una hija que me dicen que leen algo mío juntas, de un papá y un hijo que dicen que escucharon en un viaje largo, durante cuarenta minutos, cuentos míos y después se pusieron a charlar, yo lo que escucho es… «¡Jo jo jo!».

Y ese es mi legado. 

UNA CHICA DE VESTIDO FLOREADO: —Sabemos que en Argentina, en un programa de radio, preparas un cuento de lo que el público te va pidiendo. Nos gustaría que nos contaras un poco.

Sí, lo hago en Argentina todos los viernes. Después del cuento este de Messi que les conté (que me empezó a generar una adrenalina en la yema de los dedos), después de ese diciembre, le dije a la productora de la radio: “Hagamos una cosa, porque me gusta esta sensación de volver a escribir”. 

Y ya, claro, estoy en muchas cosas al mismo tiempo, entonces no tengo la capacidad de organización de tener un día preparado para escribir. Yo digo: “Hagamos esto: los viernes, cuando voy a la mañana, hagamos una mesa de oyentes en donde me tiren temas, historias, fragmentos, cositas, lo que sea. Y yo me alquilo un departamento al lado de la radio todos los viernes. 

Y desde las diez hasta las doce me veo en la obligación personal e intransferible de escribir una historia y leerla a las 12:20 en el mismo programa, y la prueba de vida de que la escribí en directo es que voy a hablar de las cosas que me propusieron en ese momento”. Empecé a hacerlo. Y la diversión que me empezó a generar eso… Como una nueva juventud de escritura. Yo escribía muchísimo cuando era chico. Y cuando me vine a vivir a España a los veintinueve años dejé de escribir porque pensé que me tenía que poner a trabajar, iba a tener una hija… No era mi medio de vida la literatura, en absoluto. Para nada era mi medio de vida. La literatura siempre había sido algo divertido para mí, pero nunca pensé que iba a vivir de eso. Me divertía demasiado como para que fuera un medio de vida. 

Yo siempre había visto a mi padre volver contento del tenis y triste de la oficina. Y para mí era así. Si te dejaba dinero, volvías triste; y si volvías contento, era un hobby. Y un día me pasó que no. Un día me empezó a pasar que lo que hacía era al mismo tiempo mi medio de vida. Y esto pasó aquí en España con internet. Empecé a escribir en internet como hobby. Y un día me empezaron a llamar editoriales y empezó a ocurrir algo, algo que yo no sabía bien qué era y no sabía si me podía sacar el pijama del todo o dejármelo para siempre. No sabía si era una racha que iba a durar un año y después tenía que volver a mis trabajos de mierda o si eso iba a continuar. Pero escribí. Nunca dejé de escribir. Y escribía con muchas ganas. 

Hasta este infarto que les conté, en donde tuve que dejar de escribir. Y esto que estoy haciendo ahora, los viernes a la mañana en Buenos Aires, tiene esa misma fuerza que tenía al principio el mundo de los blogs, en donde vos escribías en 2003 un texto y había gente esperando. Mucha. En mi caso, pasaba eso. Yo escribía unas historias y, por las IP de los usuarios, veía cuánta gente había esperando. 

En la radio pasa lo mismo. Yo a las nueve escucho un montón de frases aleatorias y voy armando en mi cabeza algo con que luego salgo de la radio, me siento dos horas y se arma, como un puzzle en mi cabeza, una historia nueva que tengo que leer, además, con ciertos matices. Algunas son de terror, otras son de llorar, otras son de amor, otras son cómicas… 

Estoy escribiendo un libro que se llama Cuentos contra reloj con todas estas historias y el libro ya está, por ejemplo, en preventa, ya lo podés comprar. Sale el 15 de diciembre de 2023 y yo ahora, en esta época, voy por la historia veintipico, y en diciembre lo termino y lo publico. 

Esa facilidad es hija del juego, de no estar haciendo las cosas en serio, de hacerlas para jugar de verdad. Es mi única manera hoy de  producir historias nuevas. O las digo en voz alta como estoy haciendo ahora, que estoy contándoles algo que nunca había pensado y lo estoy contando por primera vez, o tengo dos horas para hacerlo los viernes a la mañana. 

Son mis dos maneras de volver a ser productivo. Y me fascina porque encuentro en ese corsé, en esa especie de jaula del soneto, en esa reglamentación arbitraria pero necesaria, encuentro un juguete. Me levanto a la mañana y digo: “¿Qué día es hoy? Es viernes. Ay, ¡qué suerte!”. O me levanto y digo: “¿Qué día es hoy? Es jueves. Tengo función a la noche, voy a poder hablar en voz alta”. 

Es mi juguete.

Sigue siendo ese juguete del chico de siete años que se levantaba a la madrugada, escribía una carta mentirosa a su abuela, daba la vuelta a la esquina y la tiraba por abajo de la puerta del zaguán. Ese mismo juguete es el que tengo hoy.

MARISA, UNA MUJER CON BOINA: —Si tuvieras que elegir un título para esta conversación, ¿cuál sería? Y si tuvieras que poner otro título para el mundo en el que vivimos, ¿cuál pondrías?

Serían títulos diferentes —quiero decir, contrapuestos—, porque tengo la sensación de que estamos viviendo una época muy vertiginosa, en donde hay un montón de personas que adoran ese vértigo y otro montón de personas que se quieren bajar de ese vértigo. Y hay, en medio de todo eso, un solo carrusel. Estamos todos en el mismo lugar. Y, entonces, bajarse es complicado y acelerar todavía más es complicado. Estoy hablando de política. Aunque también estoy hablando de amor. También estoy hablando de fútbol. 

Pero, si nos fijamos bien, imaginemos este círculo lleno de personas que se empieza a mover, y algunos dicen: “Más despacio, por favor”, y otros dicen: “No, más rápido”. Y se genera un debate, un problema, una grieta, una dicotomía, una polarización. 

Estamos viviendo en un mundo tremendamente polarizado, muchísimo más que en otras épocas del mundo, porque somos muchísimos más los que estamos conectados a la realidad.

A una realidad que, a veces, nos informa, y la mayoría de las veces, nos desinforma. Por eso, el título para el mundo en que vivimos tiene más que ver con la verdad, con encontrar una óptica parecida para vernos, que me parece que es el gran problema que tenemos. 

Y, si tuviéramos que buscarle un título a esta conversación, tiene que ver muchísimo más con la mentira, porque hoy hicimos un juego literario. La realidad es espeluznante. 

Si miramos objetivamente lo que está pasando en el mundo, vemos que hay un grupo enorme de personas que está desatendiendo el grito desgarrado de otro grupo que dice: “Vamos más despacio, por favor, que nos vamos a chocar contra todas las cosas”. Estoy hablando de política, de amor, del clima. No importa de qué. No estamos viendo todos la misma verdad. No estamos viéndola. Y puedo llegar a suponer incluso que no hay maldad en ningún grupo. Obviamente, en el interior pensamos que sí. “Sí, los otros son los malos. ¿Cómo no se dan cuenta?”. Pero los otros también, por la razón que sea, porque les pegaron mucho de chicos, no importa por qué, también creen en la verdad en la que creen. Y también piensan que nosotros, que somos el otro grupo, estamos equivocados. 

¿Cómo vemos la verdad? ¿Cómo hacemos para un día poder ver la verdad? ¿Para asumirnos? ¿Para darnos cuenta de que este lugar en donde estamos todos —algunos pidiendo aceleración y otros pidiendo que nos detengamos un poco— es el único lugar que tenemos? ¿Cómo vemos la verdad? Yo no lo sé, no tengo la menor idea. 

Quizá el título que me estás pidiendo para el mundo en que vivimos sea: “Yo no sé dónde está la verdad”. Y ahora vamos al otro lado: a nosotros, hoy. 

Ustedes haciéndome preguntas, yo contándoles como puedo algunas cosas que tienen que ver con mi vida, con mi madre, con mi padre, con mi infancia, con mi educación o con mis amigos. 

Yo creo que nunca supieron cuánto hay de verdad y cuánto hay de mentira en lo que conté. Yo creo que en ningún momento pudieron pisar tierra firme, siempre estuvieron resbalando. 

—¿Esto puede ser?

—No, esto no puede ser. 

Y, sin embargo, hay algo en todo esto que no generó ninguna dicotomía. Yo los desinformé un poquito hoy. Pero ¿saben la diferencia de mi desinformación respecto a la del mundo real? Lo hice porque los quiero. Mi desinformación es hija de que podamos compartir historias que no importa si son verdad o son mentira, porque son. Porque todos tenemos o tuvimos una madre. A todos alguien nos enseñó a leer y a escribir. Todos tuvimos una fantasía a los trece años. Todos quisimos alguna vez que nuestro ídolo nos diga: «Qué lindo lo que hiciste, yo lloré con esa carta». Todos tenemos la fantasía de que un día vamos a morir y quisiéramos que no fuera solos. Que haya alguien dándonos la mano ese día, alguien que nos diga: «Va a estar todo bien». 

Y nosotros vamos a saber que es mentira. Pero esa mentira es otra forma de la verdad, porque es una mentira que también nos van a estar diciendo porque nos quieren. Entonces, el título final, que al mismo tiempo también es el final de esta conversación, es el siguiente: 

—Si vamos a mentir mirando a los ojos al otro, que sea únicamente porque lo queremos.

Hernán Casciari