Mi sofá, mi casa, mi embajada
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España, decí Alpiste

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Ayer volví a mi casa después de un mes de estar en otros lugares peores. He vuelto a mi baño, a la forma exacta del culo en el inodoro, a hablar por teléfono tirado en el sofá naranja, a ver películas hasta cualquier hora y, más que todo, he vuelto a tener todo el tiempo del mundo para conectarme a Internet y mirar televisión. Por alguna razón, siento que hubiera regresado no a mi sofá, sino a mi patria. Es un poco raro, pero cuando me voy de mi casa en Barcelona por algún tiempo, lo que más extraño es Argentina.

Es que con paciencia y dedicación, los que vivimos en un país extranjero hacemos de nuestra casa una especie de consulado, o embajada. En la mía, por ejemplo, el reloj más visible del comedor marca la hora argentina. No es una frivolidad nostálgica, sino algo muy útil, porque necesito saber qué hora es allí si quiero llamar al Chiri o a mi hermana, o si debo imaginar qué están haciendo mis padres, si almorzando o durmiendo la siesta. O para saber, los domingos, si ya es hora de poner la radio.

La televisión, o más bien la antena, también está tuneada para que sintonice los eventos imprescindibles del otro lado del charco; y la radio, los libros, los discos; y la compu bajando series argentinas toda la mañana, mientras duermo. Dentro de casa he construido el mundo de este modo para que casi nunca se me venga encima la sensación de estar lejos (y un poco también para molestar a Cristina).

Pero entonces, a veces, pasan cosas horribles e inesperadas. A mí me ocurrió hace treinta días: me tuve que ir de casa un mes entero.

Es increíble, pero en ese tiempo he padecido el exilio verdadero, no ese símil del que me quejo (de lleno) casi siempre en estas páginas. He vivido en carne propia aquel dolor horrendo que se sufría en la antigüedad: el de no saber nada en directo, el de no tener puntos de conexión con el origen. De hecho, ni siquiera pude ver los cuatro primeros partidos de Argentina en el Mundial de Básquet, y me enteré con tres días de retraso que Matías Silvestre, el hermano chiquito de mi amigo el Chino, hizo un gol en Boca y salió en la tapa de todos los diarios. Un asquete.

Por culpa de esa vivencia espantosa (la de sentirme en diferido) me puse a pensar con seriedad y admiración en aquellos que debieron dejar Argentina en las épocas en que, realmente, no había modo de informarse ni de estar cerca de manera virtual. Porque, digámoslo de una vez, en los últimos años —mediados de los 90 hasta hoy— vivir lejos del país comenzó a ser más fácil para el cuerpo, y más sosegado para el alma.

Los dramas personales del desarraigo ahora son más leves: las cartas no viajan ya por barco, ni uno tarda meses en saber que la madre ha muerto. Las noticias políticas y deportivas de la patria no llegan con cuentagotas, ni tampoco tergiversadas. La memoria no se horada con el paso de los meses, ni la melancolía transita ya por el camino de la incertidumbre. «¿Me recordarán?», o aún peor, «¿Todavía los recuerdo?» no son ya las preguntas insomnes del que se ha ido.

No hace tanto, en los años de la dictadura argentina, muchos escritores que tuvieron los reflejos de salir del país a tiempo, sin casi maleta ni despedida ni explicación ni consuelo, narraron desde el extranjero la soledad y la impotencia del exilio. A mí siempre me emocionó esa catarsis, ese desahogo literario. El que más recuerdo siempre es Humberto Costantini, un narrador porteño a ultranza que un día, de sopetón, se vio solo y desesperado en México, sin saber nada más de su familia, ni de sus amigos, ni de sus calles, ni de la suerte o desgracia de su país asediado.

Por terror a olvidarse, Costantini había inventado un juego solitario. Por las noches, a oscuras en el DF, intentaba recordar al detalle la vereda oeste del Rosedal bonaerense, palmo a palmo; exactamente el breve trecho entre un viejo farol inglés y una matita de corona de novia. Lo hacía con cuidado, como si acariciara ese pedacito de la avenida Infanta Isabel, reinventando en el recuerdo cada baldosa, cada busto: William Shakespeare junto a Alfonsina Storni, y más allá don Luis de Góngora, hasta el arco formado por Gabriela Mistral y Carlos Guido Spano.

—Era una forma, como cualquier otra —decía el escritor exiliado— de entrar clandestinamente en el país, por la mal vigilada frontera de la imaginación.

Cuando yo tenía 18 años leía con fervor a Costantini, y ese ejercicio de la memoria que él había inventado me parecía a la vez doloroso y poético. Desesperado, pero también imposible. No me creía capaz, en mi juventud, de pasar por ese trance de no estar en mi lugar de origen. El desarraigo me parecía más una enfermedad que una decisión; me parecía una fatalidad. Yo estaba convencido, y lo aseguraba en las sobremesas juveniles, de que jamás dejaría la Argentina por voluntad propia.

Con el paso del tiempo, y una ayuda tecnológica providencial, sigo pensando lo mismo: soy incapaz de dejar mi país. No podría vivir aquí en España, ni en ningún otro sitio, sin ser argentino durante las veinticuatro horas del día, con toda la fuerza de mi voluntad. Claro que ahora no hay que acostarse y, a oscuras, recordar al milímetro las plazas y los parques queridos. ¿Para qué?, si existen los mapas satelitales de Google. Ni hay que esperar a que llegue otro expatriado para preguntarle, a los gritos desde el puerto:

—¡Ey, cómo va Racing en la tabla?

Al contrario. La tecnología es tan veloz y tan puta, que hubo noches en que he visto a Racing en directo desde Barcelona, mientras que mi padre, en Mercedes, lo tenía codificado. Y yo le explicaba los goles por el messenger, en una paradoja moderna que nos sigue causando gracia y, a la vez, estupor.

Cada vez importa menos dónde estamos parados. Cada día que pasa uno puede elegir su patria con mayor facilidad, sin la desgracia de tener que padecerla.

Si entrásemos a hurtadillas en el ordenador portátil de cualquier desconocido, y estudiásemos brevemente el historial de los últimos diez periódicos que ha visitado, sabríamos en qué patria piensa, qué patria le preocupa, cuál lo desvela, con independencia de dónde haya elegido vivir, o dónde le haya tocado. Creo, entonces, que hay una nueva y moderna concepción de identidad, y quisiera resumirla en cinco palabras: «Somos de donde necesitamos saber».

Yo, por suerte, ya he vuelto a casa; y estoy lleno de preguntas.

Hernán Casciari