Mi suegra, la muerta
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Más respeto que soy tu madre

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Don Américo volvió de Europa muy cambiado, casi humano. Hace ya unos días que llora en un rincón, arrepentido de haber tratado tan mal a su esposa. No sabíamos qué hacer, hasta que la Negra Cabeza, que es medio bruja, dijo que podíamos invocar a mi suegra, la finada doña Franchesca, para que el Nonno le pidiera perdón. 

La Negra Cabeza, en su salsa, se puso una túnica gris sobre los hombros y pidió silencio con una mirada aterradora:

—Tekove vai ndajeko hosãva… —empieza a decir, con los ojos cerrados.

—¿Qué dice? —me susurra el Zacarías.

—¡Shhhhh! —le digo.

—Una que habla en guaraní y la otra que habla en sifón —se queja mi marido—… ¡Después dicen que los hombres no entienden a las mujeres!

—¡Chilenchio, figlio! —se queja mi suegro—. ¿Non ve questamo tutto in tranche? 

—… ha upére ha’e anga namanói —continúa la Negra Cabeza, apretando fuerte las manos de sus antiguos amantes.

—Me corre un hormigueo por todo el cuerpo —susurra el Caio, imbuido.

—Bañáte —le dice la Sofi—, deben ser piojos.

—¡Bueno carajo! —se levanta el Zacarías y prende la luz—. Yo estoy acá porque está por venir mi madre muerta de no sé dónde, no porque quiera. En media hora empieza Argentina-Perú y no hay madre, ni viva ni muerta, que me haga perder el fútbol. Una boludez más y los cago a golpes.

Silencio absoluto. El Caio y la Sofi están tan acostumbrados a las palizas del padre, que cuando el Zacarías les levanta la voz los moretones empiezan a salirles solos por todo el cuerpo.

¡Eso es el miedo, y no los fantasmas!

Después del grito del Zacarías, ya no voló una mosca por la casa. Dijo la Negra:

—Si estás aquí, Franchesca Davicce de Bertotti, háznoslo sabeeeer…

Todos esperamos como estatuas, con los oídos atentos. Nada.

—Dechíle má fuerte —susurra el Nonno—, ya era sorda cuando staba viva, imagináte alora que tiene gusanitte en lo tímpano…

—¡¿Franchesca?! —gritó entonces la Negra Cabeza, y nos hizo saltar a todos de la silla.

Ahora sí: nítidos, cercanos, sobrenaturales, escuchamos dos golpes secos sobre la mesa. Toc. Toc.

—¡Ay la puta que lo parió! —dije yo aterrada, y se me escapó un chorrito de pis.

—¿Es la abuela? —preguntó la Sofi, amarilla como cuando tuvo la hepatitis.

—¿Mamá? —dijo el Zacarías, con los ojos acuosos—. ¿Sos vos, mamá?

La Negra Cabeza, impertérrita, volvió a la carga:

—Franchesca —dijo, con acento monótono—, Puede usar mi cuerpo como recipiente temporal para comunicarse con su familia…

De repente, la paraguaya da una vuelta sobre su propio eje y queda suspendida un segundo entero a diez centímetros de la silla. Cuando baja, desplomada y flexible, sus ojos ya no eran los mismos.

—¡Franchesca, amore mío! —gritó entonces don Américo, y se arrodilló a besarle las rodillas.

—Leváantateee —dice alguien desde adentro de la Negra Cabeza, con una voz serena y seria—. No me beses, mascalzone, mal marido…

—¿Todavía no me ha perdonatto, Franchesca? —lloriquea mi suegro, bajando la cabeza amargamente.

—No he venido para verte a ti —dice Franchesca—, sino para ver a mi hijo y a los dos nietecitos que no conozco…

Con un gesto le hago saber al Caio que se arregle el pelo adelante de su abuela.

—Mamá, mamita —dice el Zacarías, dando un tímido paso al frente—. Este es Claudio, usted estaba muy enferma cuando él nació… Es medio pelotudo, pero es calcado a usted, la misma carita…

—Hola —dice el Caio, muerto de miedo—. ¿Cómo va la cosa ahí adentro?

El Zacarías le pega un coscorrón al hijo y continúa:

—… y esta es Sofía, madre, nuestra nena chiquita, que vino cuando usted ya había pasado a mejor vida.

Franchesca mira a la Sofi y le sonríe con sonrisa de muerto.

—Bambina, andá a darle un bachio a la nonna —dice don Américo.

—¡Ni en pedo le doy un beso a la sirvienta! —dice la Sofi.

—Sofía… mi amor… que te reviento —le susurra mi marido, pellizcándole el brazo—… ¡Dale un beso a tu abuela o te arranco los ojos!

La Sofi, llorando, se acerca con asco y pone la mejilla a dos centímetros de los labios de la Negra Cabeza.

—Ahora tú, Zacarías, hijo mío… Ven y abrázame fuerte

—dice la muerta.

Mi marido, temblando de emoción, se acerca a su madre y la abraza con fuerza. Pero yo soy esposa antes que crédula, y salto de la silla:

—¡Le estás tocando el culo, te vi Zacarías! —le grito.

—Cómo le voy a tocar el culo… ¡si es mi mamá! ¡y está muerta! —me dice el Zacarías.

—¡Tu mamá una mierda! Tu mamá no tenía ese culo paradito.

—¡Mi mamá es la que está adentro! —trata de hacerme entender mi marido.

—Si tu mamá está adentro, que saque el brazo y le das la mano. ¡Pero a la paraguaya no le tocás un pelo, mamarracho!

Siento que me tocan el hombro con dedos fríos:

—Mirta —dice Franchesca, con voz de ultratumba—… No te confundas. Yo le he dado el pecho a este hombre…

El Caio dice:

—¡Aguante la abuelita, que saque un pecho!

—¡Se acabó! —digo yo prendiendo la luz—. ¡En esta casa se acabaron los muertos! A mí me van a venir con jueguitos de excursión de fin de curso… Habráse visto.

—¡Pero es mi mamaaaá! —grita el Zacarías desesperado—.

¡Es mi mammaaaá!!

—¡Qué va a ser tu mamá! —digo, zamarreando un poco a la paraguaya, que empieza a volver en sí.

—¡Mamáaaa! —grita el Zacarías—. ¡¡No me abandones otra veeez!!

Cenamos todos en silencio, sin hablar una palabra sobre el tema. Ahora el Zacarías está viendo fútbol, pero no sigue el partido con emoción. Está como en babia… Creo que piensa en su madre, el pobre, en que la tuvo tan cerca después de muchos años, y yo no se la dejé disfrutar como él hubiera querido.

A veces sé que soy un poco egoísta, pero hay cosas que son más fuertes que una. Los celos no respetan ni la metafísica ni el más allá… Trascartón yo en los muertos no creo mucho, pero en los vivos sí que creo. Y a mí me parece que el Zacarías y la Negra Cabeza se están pasando de vivos…

Mirta G. de Bertotti
(Personaje de una novela de H. Casciari)