La última estrella mundial se llama Susan Boyle. Escocesa, cuarenta y siete años, hija de un bombero y una mecanógrafa. Esta mujer fue al casting de Britain’s Got Talent, la versión inglesa del típico reality que busca estrellas del canto. Se presentó sin nervios ante los tres jurados, ante las dos mil personas que abarrotaban el teatro, y recibió miradas despectivas. ¿Qué hacía allí una mujer vestida tan mal, despeinada como si volviera de un tsunami, con esa cara de pocas luces y la expectación infantil de haber roto el florero de mamá de un codazo? Hubo una especie de murmullo sarcástico que Susan Boyle no pareció oír. Ella aparentaba estar fuera del mundo. Se mostraba nerviosa y al mismo tiempo alelada. No parecía entender que nadie allí creía en ella. Es posible que ser la última de diez hermanos la haya inmunizado contra las burlas. O quizás fue un problema que tuvo al nacer, cuando se quedó sin oxígeno. Porque ahora sabemos todo sobre Susan Boyle: ahora famosa y la entrevistan en la CNN y el Washington Post le dedicó la foto de tapa. Sabemos que tiene leves problemas en el cerebro a causa de un parto complicado. Que es virgen. Que nadie la ha besado. Que canta en el coro de la iglesia de su barrio… Pero cuando se plantó en medio del escenario por primera vez, con la estampa expósita de un personaje de Dickens pasando por una mala racha, nadie sabía todo esto. El jurado y el público esperaban escuchar a uno más de los miles y miles de británicos desafinados que pasan por allí cada noche, intentando escapar del desempleo y del anonimato.
Entonces Susan Boyle abrió la boca y cantó. Cantó como nadie esperaba que lo hiciera, cantó fuerte y alto y bien, y el mundo la consagró desde YouTube. La vieron más de cien millones de veces. Más que a la cerda que amamanta gatitos; más que a la azafata que, en pleno vuelo, le muestra los pechos al piloto; la vieron más que al loro que resuelve el cubo de rubik; más que al gordito que hace playback de una canción pegadiza; Susan Boyle le ganó en audiencia a las chicas que revientan a golpes a la nueva compañera del colegio; y también triunfó sobre el neozelandés que se destroza la cabeza con un monopatín; más que a las tres chicas japonesas que se arrancan las pestañas con los dientes.
Cada vez con menos reparos, los informativos del mundo miden la relevancia de sus noticias en ‘millones de reproducciones’. No importa lo que ha ocurrido, solo tiene valor aquello que ha sido visto por más de un millón de internautas. Va siendo hora de modificar el viejo axioma que imperó en el periodismo tradicional, si es que alguien lo recuerda. «Un perro que muerde a un hombre no es noticia; un hombre que muerde a un perro sí lo es». ¡Qué antigüedad! ¡Qué sentencia tan analógica, tan siglo veinte! Hoy es noticia cualquier cosa que haga un perro, mientras alcance la medida estándar: tantos millones de reproducciones. La noticia no es más el perro: es el número de personas mirando el video del perro.