No es Mundial para gordos sedentarios que fuman
4m

Compartir en

Messi es un perro y otros cuentos

Compartir en:

Los suizos avanzaron mil veces pero nunca supe qué hicieron. Cerré los ojos todo el tiempo; ellos pasaban la mitad de la cancha y yo me encerraba en un caparazón de oscuridad. Los ojos apretados, la cabeza al suelo y la radio como único contacto con el peligro. Cerraba los ojos y pensaba cosas feas.

Al principio lo hice de puro masoquista, en el segundo tiempo porque ya era cábala interna no mirar, y en la prórroga porque realmente no podía enfocar el televisor. Era una cuestión de salud física: me estaba empezando a enfermar, sentía cosquilleos en las manos y los tobillos muy fríos, como cuando te das vuelta con el porro.

En el fuero interno yo quería ir a penales. Cualquier cosa menos un nuevo avance de los suizos. Los penales son azar puro, no tienen mucho que ver con el juego; yo quería azar porque la fatalidad te deja respirar, en cambio el fútbol no te deja moverte del sillón.

Que te ganen en los penales es como saber justo a qué hora te llegará el balazo, y en qué parte de la cabeza. Que te ganen de un cabezazo es no saber cuándo ni cómo ni quién te mata. El miedo es no saber a qué hora. El miedo es oscuridad y angustia.

Los avances argentinos sí que los miré a todos, porque el terror es antiestético y en cambio la esperanza es vistosa y se deja mirar. Por eso vi el pase majestuoso de Messi y el gol de Di María. Lo vi, observé el festejo, pero no se detuvo la angustia.

Me pasó algo que yo no tenía previsto: en vez de saltar del sillón y gritar el gol, aplaudí como un plateísta de pulovercito amarillo. Aplaudí como ese primer yanqui que aplaude en las películas, con esas pausas solemnes entre palmada y palmada, haciendo que sí con la cabeza y con los labios abananados, como si estuviera festejando un lindo gol de la liga inglesa.

Qué reacción patética. El miedo me había invadido el cuerpo y me dejó sin reacción de felicidad. La radio todavía alargaba la «o» del relato de gol, pero yo solamente podía ver que los suizos ya habían vuelto a la carga. Faltaban tres minutos y por alguna razón extraña yo no me estaba creyendo el triunfo.

Era contra Suiza y ganábamos uno a cero, pero yo estaba seguro que llegaría un gol de ellos. A los 119 minutos Suiza metió otro pelotazo al área y yo, con los ojos cerrados, pensé dos cosas.

Uno: Cómo puede ser que haya esperado cuatro años un Mundial, y una vez que aparece no lo miro.

Dos: «¡Palo!», gritó Comequechu. Mi segunda teoría se difuminó, porque la radio gritaba que la pelota había pegado en el palo.

Cuando abrí los ojos Guillermo se agarraba la cabeza y Comequechu estaba pálido; vi la repetición en cámara lenta y me felicité por haber sido cobarde. Yo no podía ver eso en directo, porque si veía esa pelota en el poste me moría, me caía redondo en el comedor.

Ahora, que rememoro la escena, me acabo de acordar la segunda cosa que pensé con los ojos cerrados. Pensé esto: si un partido de octavos contra Suiza me causa esta angustia, ¿será conveniente presenciar una final hipotética contra Brasil en el Maracaná?

Lo pensé de verdad, con responsabilidad de padre de una nena de diez años. ¿Me recomendaría un médico seguir mirando este Mundial? Si con Suiza tuve taquicardia, ¿a qué ritmo cardíaco llegaré cuando Neymar cruce la mitad de cancha con pelota dominada y Fernández quede a contrapie?

Lo escribo en caliente, y con chispa de escritorcito simpático, pero lo estoy pensando en serio: soy gordo, fumo como un chancho, me angustia el fútbol y, para peor, estoy justo en los «cuarenta y pico», la edad en que suelen morirse todos los gordos que fuman y se angustian.

Yo no sé si me está gustando tanto este Mundial, porque lo más lindo que tienen los mundiales es saber que no será el último de tu vida.

Hernán Casciari