Recuerda la última nochebuena en que lo sentaron en la mesa con los primos pequeños. Tenía trece años cumplidos, ya le salían pelos en las patas, ya se masturbaba a escondidas, pero no le permitieron compartir la cena con sus tíos y sus padres; lo sentaron en la mesa de plegatín. Se sintió un idiota, con las rodillas dobladas, al lado de niños de diez años que cenaban en cuencos de plástico y se excitaban con el ruido insulso de los petardos.
João revive con fuerza aquella nochebuena espantosa en la que fue por última vez un semi-adulto que sorbía con rabia el menú sin picante.
Su esposa lo mira de reojo, preocupada.
Ahora falta media hora para que empiece el choque por el tercer puesto y João está ahí, frente a la pantalla, con el mismo agobio de su adolescencia. Abre de par en par las ventanas, pone la tele sin volumen, descongela tres cervezas, sincroniza la imagen con la radio, pero hace todo sin brillo en los ojos; más tarde oirá el himno como quien escucha llover, y si de casualidad suelta una lágrima será igual que la bilis del perro de Pavlov: pura costumbre.
Cumple con los rituales porque juega su selección de fútbol. Pero al mismo tiempo se pregunta (hace ya tres días que se lo pregunta) ¿qué sentido tiene todo esto, si en la otra mesa los adultos se están contando chistes verdes mientras beben de verdad? ¿Qué carajo hago yo con esta cocacola tibia en el vaso, al lado de estas criaturas que todavía creen en Papá Noel?
«Y si esta angustia me atraviesa a mí, que no soy nadie» —se pregunta João mientras los jugadores salen del túnel—, «¿que les estará pasando por la cabeza al bueno de David Luiz, al gigantón Hulk, al renacido Julio César, al voluntarioso Marcelo, a los once que están pisando por obligación el césped a esta hora, ante la indiferencia brutal del mundo?».
De repente, João recuerda qué pensaba cuando era chico, mientras se aburría como un hongo en la mesa plegable de la navidad. Pensaba en el orgullo que sentiría al año siguiente, cuando por fin lo sentaran con los mayores; pensaba en la próxima nochebuena. Pero la metáfora se le rompe enseguida: ya no le sirve esa ilusión a futuro.
Será que está grande, o será que Rusia 2018, en medio de tanta desazón, le parece una neblina en el calendario. Se siente desfondado y vacío.
La mujer de João se acomoda en el borde del sillón y le acaricia la cabeza. La pobre le puso el hombro al marido durante los últimos cuatro días: desde los treinta minutos de aquel primer tiempo, cuando los alemanes hicieron el quinto gol, hasta esta misma mañana.
Fueron horas tremendas. João lloró, durmió, cagó y bebió, en ciclos rotativos de nueve horas. Solo hizo eso desde el miércoles. No atendió el teléfono, no fue a visitar a sus clientes, no besó a sus hijos ni vio pornografía en secreto. João se convirtió en un vegetal hasta hoy sábado, que por fin salió de la cama y arrastró el sillón hasta la tele.
«Deberías haberte bañado, amor, para ver más fresco el último partido; los muchachos jugarán con dignidad, ya lo verás… Harán muchos goles».
João recibe las palabras de su mujer como el que escucha la megafonía de un aeropuerto árabe. No tiene fuerza para decirle que, incluso si esta tarde golean, nadie se atreverá a festejar. Nadie saltará ni gritará con el alma, y eso es lo que lo pone triste.
No puede decirle a su mujer que necesita el abrazo de su padre, porque ella sentiría que sus caricias son inútiles. ¡Pero cómo quisiera que su padre estuviera vivo en el sillón de mimbre! No para recibir el consuelo de su viejo, sino al contrario. Quisiera poder decirle: «Padre, ya no estés triste por lo que pasó en Maracaná, aquello que viviste en las gradas con vergüenza; ya no tengas pesadillas con Obdulio porque ha pasado el tiempo, padre, y el Mundial ha sido otra vez en casa y nos fue peor: Alemania nos metió siete y la final la jugarán los argentinos. Descansa en paz, papá, ya no sufras, que aquí está tu hijo para tomar el relevo del dolor».
Pero su padre no está, su esposa no lo comprende, su infancia lo asalta con recuerdos infelices y, para peor de males, por la ventana abierta se escucha a un grupo de hinchas cantando en español esa canción espantosa y pegadiza de Creedence. La mujer de João corre a cerrar las persianas pero no llega a tiempo y el estribillo invade la habitación.
«Putos argentinos, discos rayados», murmura la mujer, trabando los postigos.
João cierra los ojos y comprende la ironía: aquellos malditos se hartaron de preguntar qué se siente, qué se siente, qué se siente, y cuando por fin llega el séptimo partido, no se siente nada.
Ni las piernas, ni el corazón.
«Lo siento mucho», dice en voz alta João, «pero no siento nada».
Y a los tres minutos del primer tiempo, con marcador Brasil cero Holanda uno, apaga el televisor y se va a dormir.