Roberto es un personaje habitual de mi literatura. He escrito sobre Roberto y Racing. Sobre Roberto y su sentido del humor. He dicho muchas veces que Roberto es el único de mis dos padres que nunca me pegó. Hablé de Roberto y la tristeza que me causó su muerte.
Siempre escribo sobre él historias que lo dejan bien parado. Y últimamente, no sé por qué, creo que en mi literatura intento suavizar nuestra relación para poder perdonarlo.
Roberto era atlético. En su juventud jugó profesionalmente al básquet, al vóley, al tenis y al fútbol con mucha inteligencia. Era un estratega del deporte y hubiera llegado a profesional en serio. Pero a los 25 se casó y tuvo que ponerse trabajar. Eligió un trabajo cualquiera que no le gustaba. Nunca le gustó ninguna cosa que hizo. Lo hacía con desgana, lo hacía sin pasión. Solamente le importaban los deportes. Y entonces su esposa un día quedó embarazada y a Roberto le pasó lo peor que le puede pasar a un deportista: tuvo un hijo varón gordo.
Me quiso mucho durante la infancia, pero me miraba con decepción. No lo hacía voluntariamente a esto, pero esa mirada todavía hoy me mortifica. La reconozco, incluso en otros. Cierro lo ojos y puedo ver esa mirada de frustación.
Cuando somos chicos, además, le damos una importancia sobrenatural a la mirada paterna. Y a las palabras: las palabras son puñales.
El primer puñal fue en el Parque de Mercedes cuando anochecía. Yo tenía ocho o nueve años y caminaba delante de mis padres, que iban de la mano unos metros detrás.
Escuché sin querer lo que Roberto le decía a mi mamá, en voz baja, seguramente señalándome. Roberto le decía a mi mamá: “Mirálo, ya camina como un gordo”.
Y había una enorme resignación en esa frase. En el tono, en el matiz. Como si él le estuviera diciendo a mi mamá: “Hice todo lo que pude, lo llevé al club, lo hice trotar, pero hay algo que no funciona en él, algo que lo va a convertir, pronto, en esas personas obesas que ocupan dos asientos en el tren”.
No me puedo olvidar de esa frase. A mi nunca me gustó el deporte; ni jugarlo ni verlo por la televisión. Pero al principio de mi adolescencia los practiqué a todos, y los vi a todos en el sillón del comedor con él al lado. Y le hablaba a él de deportes. Y lo acompañaba al club. Y llegamos a ganar hasta torneos de dobles en tenis. Hasta fui bueno. Me esforzaba sin ganas para que él cambiara, algún día, esa mirada de frustración, involuntaria, cada vez que veía mi cuerpo.
Al mismo tiempo el amor. Todo lo que cuento en mis libros no es mentira, es verdad. Su bondad, su buen humor, su dedicación a mi aprendizaje (me enseñó a leer y a escribir), todo es cierto.
Pero lo que de verdad me marcó de él, en la infancia, fue esto que cuento hoy. No le gustaba para nada lo que hacía para vivir, nunca le gustó su trabajo y no le gustaba que su hijo varón tuviera sobrepeso. Esas dos cosas lo frustraban.
En mi cabeza de niño las dos situaciones llevaban a mi padre a una especie de mediocridad pueblerina que lo envolvió durante años. Y eso a mí me enseñó que algo en mi cuerpo estaba mal.
Por eso, creo, me cuesta mucho ir a lugares donde puede haber una mirada superficial sobre mí. Ir a lugares donde no me conozcan de antes, donde no sepan que soy inteligente o simpático. Es decir: una mirada sobre mi cuerpo brutal, y por fuera de toda relación intelectual.
Como ven: la literatura sirve para elegir qué contar. Y yo siempre elegí contar lo mejor de Roberto: que me enseñó a leer, que me hizo de Racing. Pero también estaba esto…nunca conté esto. Y algo más, que voy a contar ahora porque esta mañana (en una charla de amigos de 9 a 10) salió el tema de los cambios, de los sentimientos, de las decisiones.
En 1986 yo tenía quince años y fue la última vez que acompañé a mis padres de vacaciones a Mar del Plata. La última vez que fui hijo, que no tuve independencia vacacional. Roberto estaba otra vez sin trabajo. Su último mal negocio había sido alquilar un local enorme en el centro para poner una concesionaria Toyota, justo cuando Alfonsín cerró la importación. Fracaso absoluto. Todo lo que intentaba salía mal siempre. Caminábamos por Mar del Plata él y yo y vimos, por primera vez, una cancha de paddle en la empalizada de la Bristol. La primera cancha de paddle que vimos.
Roberto se quedó maravillado. Obviamente sacó turno y nos fuimos a jugar al paddle. Jugamos como tres, cuatro veces esas vacaciones. Y de regreso a Mercedes por la ruta 41, le di una idea: le dije que quizás podía poner dos de esas canchas en el local enorme que había alquilado al pedo para la concesionaria de Toyota.
Me miró de una manera nueva. Nunca lo había visto fascinarse por una idea mía. Convenció a sus dos socios y levantaron con ladrillos las dos primeras canchas de paddle de Mercedes.
En mi último año de secundaria vi a Roberto feliz. Ya tenía seis canchas explotadas de gente en diferentes lugares de Mercedes y por primera vez trabajaba en lo único que le había gustado de chico: el deporte. Generaba fixtures, armaba torneos, daba turnos, cuando faltaba uno de los cuatro se metía él a jugar. Lo querían, era bueno en eso. Era su vocación. Era lo único que le había gustado siempre.
Y yo entendí a tiempo, gracias a él, que tu trabajo tiene que ser aquello que te obsesiona de chico. Nunca otra cosa. Al pedo cambiar ese destino por otros. Aunque sean económicamente mejores, aunque sean mandatos. Tu único trabajo es rentabilizar aquello que te obsesiona: sin darse cuenta él me dio ese consejo.
Y a su vez creo que él entendió (cuando en la ruta 41 le dije de poner canchas de paddle) que mis ideas podían llevarme a alguna parte, aunque mi cuerpo no fuera de un atleta.
Hoy, que Roberto Casciari cumpliría 79 años y hace quince que ya no está conmigo, quiero decir en voz alta esto que no había contado jamás: que sufrí mucho en la infancia, por cómo él me miraba; que todavía me quedan traumas sociales por como él me miraba.
Y que sin embargo, si yo volviera a nacer, me encantaría verlo de nuevo, desde el principio.