TV3 de Catalunya está pasando los partidos de Argentina a las 11:30 de la mañana del día siguiente. Es decir: entre que suena el pitido inicial en Perú, y hasta que empieza mi partido en casa, yo me escondo, apago el messenger, desconecto Clarín y no miro mails; suspendo la realidad durante seis horas, para creer que lo estoy viendo «en directo». A veces me da miedo lo fácil que resulta engañar a mi cerebro. Pero soy así. Somos así.
La transmisión del fútbol en diferido debería incluirse como materia en la Universidad de Filosofía y Letras de cada ciudad del mundo. Y es que esta práctica muestra —como ninguna otra— la textura del alma humana: una mitad de nosotros es crédula y tiene esperanzas (el alma), mientras que la otra desconfía, se encierra y quiere encontrar las verdades concretas del mundo (la razón).
Ver un partido que ya ocurrió como si estuviera jugándose, es un acto de amor incomparable para con nosotros mismos. ¿Cómo es posible que una misma persona pueda engañar y caer en la trampa al mismo tiempo? ¿No es esa, también, la semilla del arte?
A pesar de esto, la Copa América (en vez de hacerme mejor persona) me está poniendo los pelos de punta. Mi horario de trabajo empieza exactamente cuando acaba el partido «real», y mi trabajo consiste en coordinar, vía messenger, a un grupo de gente en Buenos Aires que ha podido verlo en directo y ya sabe el resultado. Yo no lo sé ni lo quiero saber hasta más tarde. Pero ellos saben que yo no quiero saber, y es cuando empieza la tortura psicológica.
—No me digas nada de Argentina-Uruguay, que quiero verlo en directo.
—Pero si ya jugaron.
—Vos no me digas nada. Calláte y trabajá.
—Ok. No te digo nada, pero no te pierdas sobre todo el primer tiempo.
¡No, hijo de puta! A veces me dan ganas de echar a todo el mundo a la calle en esta empresa. Lo peor de todo es cuando te dan estos pequeños datos inocentes. Cuando uno no quiere saber, es que no quiere saber nada. Será por eso que nunca fui a un vidente.
Los videntes, creo yo, son gente que ya vio el partido de tus días en directo. Y vos, que te jugás la vida en diferido, vas y le preguntás algunas cosas.
—¿Me va a ir bien en mi matrimonio, Horangel?
—No te pierdas sobre todo el primer tiempo —te dice el brujo—. Son cincuenta dólares; que pase el que sigue.
Cuando yo era chico, la mayoría de los partidos eran en diferido. Y Roberto Casciari se ponía como loco. Apagaba las radios, cerraba las persianas y no atendía los teléfonos. Una vez había un Boca-Racing e incluso se taponó las orejas con algodón, para no escuchar las bocinas de los autos, que a veces son las mejores comentaristas del fútbol argentino.
Cuando empezó el partido en la tele, se acomodó en el sillón y le pidió a mi mamá el mate, previa admonición:
—Si sabés algo —le dijo—, no me digas nada.
Y Chichita, trayendo la bandeja con la pastafrola, sin maldad, le contestó:
—No te voy a decir el resultado, pero goles no hubo.
Esa fue la vez que estuve más cerca de ser hijo de padres separados. Mi papá se puso pálido y se le detuvo el corazón; pero no por conocer la verdad como un baldazo de agua fría, sino por no poder disfrutar cada instante de esos noventa minutos como si no hubiesen ocurrido nunca.
Lo que nos diferencia del mono es una guerra interna, secreta y despiadada. Por un lado sabemos que todo lo que hagamos en la vida será en vano. Por otro lado, somos conscientes de que no podríamos vivir sin hacer algo. ¿Paradoja? Nada de eso.
La fuerza que nos mueve, la pasión, vive gracias a estos dos ejércitos en lucha constante. No creo equivocarme si digo que las grandes obras literarias del siglo veinte, la música genial de Bartók, la danza moderna y el arte conceptual, surgieron gracias a que ha habido fútbol en diferido.
Mientras escribo esto, no sé si el domingo nos toca Brasil o Uruguay. Sin embargo, en uno de estos países hay tambores enloquecidos, y en el otro un silencio ensordecedor.
Esta magia inusual, este eclipse, habitará en mí hasta las 11:30. Después, mi reloj y el reloj del mundo volverán a ser los mismos.