Ahora mismo hablo de un hecho venturoso y colectivo: los millones de personas que festejaron en paz una fiesta patria memorable, pero podría estar hablando también de alegrías personales, familiares, o incluso frívolas.
Carlos Ares me contaba, hace unos días, que él tuvo la desgracia de vivir en España cuando Racing, su club, se fue a la B a principios de los ochenta. Me decía que fue desgarrador estar tan lejos en medio de aquel dolor. Yo le conté que vivía en España cuando Racing, mi club, salió campeón en 2001, después de treinta y cuatro años de sequía. Yo tenía treinta, es decir, nunca lo había visto salir campeón. Estaba recién llegado a España, lleno de proyectos y de juventud, y sin embargo, cuando terminó el partido, lloré de amargura.
No me importaba Racing en lo más mínimo, sino la ausencia de bocinazos en la Gran Vía y saber a mi padre solo, en Mercedes, en su sillón, sin festejar el triunfo porque yo no estaba festejándolo con él. Fue desgarrador estar lejos en medio de la fiesta.
Y es eso también lo que nos ocurre ahora a los que estamos lejos. Vemos las imágenes de la 9 de Julio por YouTube y la fascinación por el milagro es agridulce. Intento explicarle a mi mujer, que es europea y mucho más civilizada que yo, el porqué de mi desasosiego. Le digo que la semana pasada millones de nosotros salimos a las calles, que cantamos y bebimos, gritamos y bailamos, y que después de todo eso, le digo, después de todo eso nadie acabó muerto, ni tampoco hubo ningún McDonald’s destrozado, ni fue necesario que alguien llamara al Ejército para dispersarnos.
Ella no entiende dónde está la emoción en mi relato, ni por qué, al contarlo, pongo los ojos como el dos de oro y abro los brazos.
—¿Por qué alguien tendría que acabar muerto? —me pregunta—. ¿Qué tienen que ver las hamburguesas, o el brazo armado, con el asunto?
Intento explicárselo mejor:
—Éramos millones —le repito, juntando la yema de los dedos al estilo italiano—, y estábamos en las calles, todos nosotros, con los hijos a caballito, en familia, y no estaba naciendo ni volviendo ni muriendo Juan Perón. Estábamos a la intemperie, fuera de nuestras casas, habíamos venido desde todas las provincias, y no había inundaciones ni terremotos por ninguna parte. Estábamos gritando y saltando, como locos, pero nadie nos disparaba desde los techos. Nos abrazábamos con el desconocido de al lado, y pensábamos en Argentina, pero no tenía nada que ver con el fútbol ni con el básquet ni con el tenis ni con ningún pasatiempo que requiera pelotitas. Llevábamos banderas, muchas banderas, pero eran una sola. Agitábamos esas banderas, pero la radio no hablaba de sir Harriers cayendo en picado al mar. Mirábamos la historia, por primera vez, haciendo historia —le digo—. ¿Cómo puede ser que no entiendas?
—Lo que no entiendo —me dice—, es por qué me lo cuentas con esa cara de velorio.
—¡Porque yo no estaba! —le digo—. Porque no estar en las muchísimas malas, aunque parezca mentira, genera la misma impotencia que no estar en las pocas buenas.