Ya hace mucho tiempo que no tengo esa pesadilla con el Nacho, ese sueño tan cochino. Ojalá que todo le vaya bien al nene, porque es un sol.
El Caio estaba en el comedor, fumando achís y ahogando unas hormigas en un frasco lleno de agua, y me empieza a mirar. Se acerca despacio.
El Caio siempre le tuvo mucho respeto a mi llanto. Una especie de pavor.
—¿Ves que no soy el único hijo que te hace llorar? —me dice satisfecho.
El Caio siempre fue celoso de los hermanos. Es tan celoso que un día, viendo cómo el padre le pegaba un cachetazo a la Sofi de esos perfectos, de revés, sonoros, me miró con bronca y me dijo: «¿Ves? A mí, papá no me pega nunca con tantas ganas». Muy celoso es el Caio.
—Estoy llorando porque llamó el Nachito —le digo.
—¡Ajá! El Nacho también te hace llorar… No es tan buen hijo como pensábamos… —me dice triunfal.
—Ay Claudio, no digás boludeces, que me duelen las várices —lo increpo—. No me vas a comparar llorar de alegría por el Nacho con llorar de desesperación, como cuando lloro porque vos quemás un colegio, o cuando lloro porque te pasás el día tratando de hacer un pentagrama con tu bolo fecal…
—¡Un pentagrama no! Lo que intento es la clave de sol —me dice—. ¿Ves que no te importa un carajo lo que hago?
—Claro que me importa —le explico, limpiándome las lágrimas—, lo que pasa es que hacés cada cosa, nene…
—Las de cualquier chico de mi edad.
—Los chicos de tu edad juegan a la pelota, Claudio: no se la pasan cagando en el baño y sacándole fotos a la mierda… Los chicos de tu edad se drogan a escondidas de los padres…
¿Te parece lógico que me fumes en la cara esa porquería?
—¿Qué culpa tengo de que el puntero sea el Nonno? —me dice—. Los chicos de mi edad tienen que ir a la Pampa Chica a buscar la bolsa. Yo tengo que ir a la pieza de al lado… Es complicado esconderse en el pasillo.
—Yo tengo la esperanza de que un día crezcas, hijo.
—¡Yo también! —me dice—. Los lunes y jueves me cuelgo de las patas en el patio. El año pasado subí dos centímetros. Ya estoy en uno cuarenta y siete, y si me peino como Elvis uno cincuenta, pero no me gusta. Prefiero ser petiso que ser reváival.
—¡Que crezcas de adentro, Claudio, de adentro! —le digo, pegándole en la cabeza con los nudillos—. Que dejes de drogarte, que encuentres una chica de tu edad… Esos son mis sueños…
Que triunfes en la vida. Cuando pase eso voy a llorar de alegría por vos también.
Se me queda mirando.
—Yo te prometo —me dice— que cuando logre hacer la clave de sol y me convierta en campeón sudamericano de soreting, te voy a comprar una casita y un vestido nuevo, mamá…
«No —pensé—, no tiene arreglo este chico…» Me tapé la cara y me puse a llorar desconsoladamente. Entonces me abraza y me dice:
—¿Ahora sí estás llorando de alegría por mí, no viejita?