Nunca le abras la puerta a un chino (*)
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Pausa

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Una playlist de 125 cuentos

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Una tarde de 2006 sonó el portero eléctrico de mi casa, en Barcelona.
—Hola, soy Woung, ¿está Hernán? —me dijeron.
Una voz joven.
—Sí, él habla.
—Ay, necesito verlo. Me vuelvo esta noche, hice el viaje para conocerlo. ¿Podré pasar un ratito?

Yo me imaginé que era un lector de mi blog y salí al pasillo. Vi a un muchacho chino, pero de porte occidental, esa gente híbrida que hay ahora, gente moderna, un chico cosmopolita, veintidós, veintitrés años. Bien vestido, con una sonrisa en la cara. Me saludaba del otro lado de la puerta. Le abrí y me pegó un abrazo, un abrazo largo. Rarísimo. Y al verlo de cerca, su cara me sonó familiar, pero no me acordaba de dónde.

Y se metió en casa sin pedir permiso y se fue derecho al sofá donde estaba mi hija Nina, en ese momento de dos años. El chino se puso en cuclillas, le apretó los cachetes a mi hija Nina y, hablándome a mí, me dijo:

—Yo a usted no llegué a conocerlo, pero a ella sí. A ella sí la conocí, ¿no es cierto, Nina, que a vos te conocí? (Y la boluda de mi hija decía que sí).

Entonces yo le digo:

—¿De dónde la conocés a la nena, del blog?

—No —me dice—, de ahí no. Nina es mi bisabuela, por parte de madre.

Y a mí me corrió un frío por la espalda. ¡Había dejado entrar a un loco!

Entonces le digo:

—¿Vos lo que me querés decir es que tu bisabuela también se llama Nina? ¿No es cierto?

Y él sonrió y me dijo:

—No, no, no. Nina es mi bisabuela. Usted es mi tatarabuelo —y se sentó en la silla, como si estuviera cansado, y me dijo—: ¡es que yo vengo del futuro!

Yo lo miré a los ojos, sin gestos. El chino no parecía peligroso en un sentido físico. Quiero decir, no parecía inquieto o desesperado. Pero era un loco. Toda su locura, por el momento, era verbal. Pero yo me crucé muchas veces con locos: yo sé que son paulatinos, que su alucinación va siempre in crescendo. Yo estaba cagado de miedo. Mi hija tenía dos años, y yo la estaba poniendo en peligro. Entonces me decidí por una estrategia y actué muy despacio. Le digo:

—Mirá —con mucho tacto se lo decía—, hagamos lo siguiente. Yo la llevo a Nina a la guardería ahora. Y nos encontramos en el bar de la esquina en veinte minutos. Vos me esperás ahí y charlamos. ¿Qué te parece?

Y él me dice:

—No vas a venir —me tutea.

Y le digo:

—¿A dónde no voy a ir?

—Al bar. Te voy a esperar una hora, dos horas, después llega un guardia civil, me pide los documentos. Vos estás en casa de tus suegros. Me mandaste a la policía por teléfono porque pensás que estoy loco… Ya lo vivimos a esto, abuelo. A mí se me pone la boca seca. Esa era exactamente mi idea, punto por punto.

Le digo:

—No, nada que ver. ¿Por qué pensás eso?

Y me dice:

—Porque es la segunda vez que vengo a verte, abuelo. La primera me mandaste la policía. Yo te estaba esperando en el bar. Ahora aprendí. Creéme.

—Estás loco, hermano —le digo—, no podés pedirme que te crea.

—Mirá —me dice—, en un minuto, justo en un minuto, te va a llamar tu mujer al celular. Te va a pedir que compres pañales para la bisabuela.

—¡No le digas bisabuela a mi hija! —le digo—. Enfermo.

—Bueno, bueno. Pañales para Nina… Eso te va a pedir tu mujer. ¿Te convenzo con ese dato? ¿Si suena el celular, te quedás tranquilo?

No le contesté; me mordí el labio. Miré el celular, que estaba arriba de la mesa. No sabía si quería que sonara o que no sonara.

Y él me dice:

—Faltan veinte segundos. Yo, mientras, voy a poner el agua para unos mates —me dice, me guiña un ojo y después se va a la cocina—. Diez segundos y suena, eh. Tranqui, abuelo.

El chino se levanta y se mete a la cocina de mi casa. Me quedo quieto. Escucho el agua caer como una lluvia en el fondo de la pava, y cuando suena mi celular todo me empieza a parecer rarísimo. Es mi mujer. Le digo:

—Hola, amor —y hablo con el corazón en la boca. Ella me habla y yo digo—: okey, okey después compro… ¿Los de siempre o panties? —le pregunto, y no puedo respirar—. Bueno, bueno, a la noche hablamos.

Cuando cuelgo, el chino saca la cabeza por la puerta de la cocina, sonriendo con su sonrisa de chino, y me dice:

—Abuelo, tomás el mate con un chorrito de limón, ¿no? Como toda la familia. Y yo le digo:

—Sí, Woung, sí, como lo toman ustedes.

Hernán Casciari