Mi padre murió hace algunos años. Llegó a ver quince mundiales: desde el Maracanazo brasileño hasta la última final en Berlín 2006. Ver quince mundiales, creo yo, es haber tenido una buena vida. Yo llevo vistos once, y creo que con cuatro más estaría satisfecho. Me gustaría que empatáramos en quince con mi padre. Que ni él viera más mundiales que yo, ni yo más que él.
Pero la verdad es que el fútbol nunca me importó, todo fue una excusa para charlar con Roberto Casciari. Con él no se podía hablar de política, porque era conservador; ni de mujeres, porque era tímido; ni de libros o de música, porque no lo emocionaba la cultura. Nos sentábamos en los sillones del comedor y buscábamos en el televisor alguna señal perdida. Cuando la pantalla se ponía verde, sin que importara la trascendencia del partido, nos quedábamos noventa minutos quietos; y hablábamos.
Podía ser un partido de segunda o de tercera división, o la repetición de un clásico de otras épocas, o un torneo africano. Nos daba igual. Hablábamos. Cuando me fui de casa seguí con la costumbre, por si llamaba por teléfono para preguntarme qué hacía.
Más tarde cambié de país (hace quince años me vine a vivir a España) pero mantuve la tradición de ver cualquier partido, a cualquier hora, porque quizá él me hablara por Skype. Cuando murió seguí con el hábito porque quizá muerto él pueda verme desde cualquier ángulo. Pero tengo que confesar que sigo sin saber qué es un enganche. No reconozco a un falso nueve. No tengo la menor idea sobre cuál es el carril del ocho. No me importa el juego; me importa haber estado cerca de su sillón.
Roberto Casciari nunca me dio grandes consejos. Nunca me dijo «tenés que seguir tu vocación» ni tampoco «siempre que llovió, paró» ni mucho menos «la soledad, hijo mío, es el placer de la propia perspectiva». ¡Ni de casualidad! Pero me enseñó que los equipos sin apellido italiano son de segunda división o de países limítrofes. Me enseñó que si hay un Sosa, el equipo es uruguayo. Que si hay un Rincón, el equipo es colombiano. Que si hay un Cuevas, el equipo es paraguayo.
Mi padre me dijo que si hay más de seis colores entre camiseta y pantalón, es un partido de la Concacaf; y más de ocho, Copa de África. Que si durante la transmisión aparece un edificio, o una montaña, o una autopista detrás de la tribuna, no es un partido serio. Que si los tres árbitros son asiáticos, es un amistoso de élite pagado por un jeque. Que si hay más de dos jugadores gordos, es un partido homenaje o un partido contra el cáncer. Que si el balón es de color naranja, en la tribuna no hay nadie con el torso desnudo.
Que si uno de los arqueros se está quedando calvo, es un partido de segunda división o es liga italiana. Que si entra a la cancha un espontáneo desnudo, en el partido hay más de seis jugadores que valen diez millones. Y que si entra a la cancha un gato, o un perro, o una liebre, en el partido no hay ningún jugador que valga más de medio millón. Y que si las hinchadas no silban el himno contrario, el partido es intrascendente.
Otros hijos tenían padres que decían grandes verdades y que dejaban frases para el resto de la vida. No fue mi caso. Pero aprendí a usar las que el mío me decía como si fueran refranes o aforismos. «Hijo mío», me dijo una tarde, «en los partidos a puertas cerradas nunca hay golazos».
Ahora, que soy adulto, entiendo que mi padre y yo no conversábamos sobre fútbol. El deporte nos sirvió para conectar otros asuntos. Por eso no me cuesta descubrir ahora (a un golpe de vista) que si un entrenador prestigioso se va a dirigir a un país asiático, es porque lo convenció la esposa. Y que si ya dirigió a más de siete países extranjeros, es holandés. Que si hay tres hermanos en un mismo equipo, es liga caribeña. Que si hay gemelos, es liga holandesa. Que si juegan juntos un padre y un hijo en el mismo equipo, es liga turca. Que si hay más de seis llamados Ki, es liga coreana.
Hoy podría darle datos nuevos a Roberto Casciari, si él viviera. Ahora soy grande y ya aprendí cosas solo. Le diría que si hay muchos tatuajes, la liga es inglesa. Que si hay mucho piercing, es liga alemana. Mucho gel, liga española. Mucha melena, liga italiana. Podría decirle a mi padre, por ejemplo, que cuanto más larga y estúpida es la coreografía de un gol, más escandinavo es el equipo. Que si la novia del arquero es más famosa que la novia del delantero, el penal va afuera o es atajado.
Que gana siempre el equipo en el que los defensores tienen mayor cantidad de hijos varones. Que el juez de línea cornudo ve mucho mejor el fuera de juego. Que el juez de línea viudo siempre manda a echar a un técnico. Que si el arquero patea tiros libres, en la conferencia de prensa dice gansadas. Que si el hincha sabe cuánto gana cada jugador, es liga española. Y que si el hincha sabe con quién se acuesta cada jugador, es liga argentina.
¿Pero a quién le puedo contar todo esto ahora? Y sobre todo, ¿qué sentido tiene? Desde que estoy sin padre ando como bola sin manija, porque el fútbol nunca fue un monólogo en mi vida, ni siquiera un fanatismo ni un placer, sino la interminable conversación entre dos hombres.
La primera vez que vi un balón fue en el cielo de mi pueblo; yo tenía un año. Alguien lo hacía volar al medio de una cancha de tierra y yo pensé que ese balón era la luna. Él, Roberto, me llevaba en brazos y me dijo: «No es la luna, es una pelota». Después la charla siguió en las tribunas y en los televisores, en las plateas del Cilindro de Avellaneda, donde una noche se cortó la luz mientras Rosario Central nos goleaba, y sentí su mano que me protegía de la oscuridad.
La conversación siguió en los sillones de casa; un parloteo incesante que duró seis mundiales enteros (en dos de ellos fuimos campeones). Más tarde en los teléfonos, en los mails a deshoras, en los chats veloces que cruzaban el océano. Fue una conversación feliz que duró mas de treinta años. No. No me importa el fútbol; únicamente me importaba él. Porque ahora, a los cuarenta y cuatro minutos del segundo tiempo de cualquier partido, entiendo que no va a sonar el teléfono.