Después me hice escritor y escribí mucho sobre Mercedes. Y aunque en general escribí con cariño, mi pueblo no fue un pueblo soñado. Sus señas de identidad eran un regimiento, unos tribunales y una curia; es decir, estuvo siempre infectado por tres oficios espurios: militares, jueces y obispos. También había payasos, panaderos y cantantes, pero muchísimo menos. Nunca logramos ser mayoría.
El problema de los militares, los jueces y los obispos no es solamente el sinsentido de sus oficios, sino que se trata siempre de gente muy mayor. De lo contrario se llamarían chicos violentos, estudiantes sin vocación o adolescentes con sexualidad reprimida.
En mi juventud, Mercedes fue una olla a presión en la que se cocinaron mentes conservadoras. De hecho, el personaje más nefasto de la Argentina es mercedino. Jorge Rafael Videla nació a diez minutos de mi casa; lo vi varias veces, en la infancia, entrar a la Catedral, a rezar y a tomar la hostia.
Cuando empecé segundo grado, a los siete años, Videla ya era el presidente del país y vino a mi escuela con su disfraz militar, nos saludó a todos con un gesto marcial y nos 224 regaló una jaula gigante, llena de canarios y de zorzales, que unos soldados empotraron en el medio del patio del recreo. Éramos chicos y, cuando salíamos al recreo a jugar, veíamos pajaritos enjaulados.
Yo hubiera vuelto cada tanto al pueblo (por lo menos a visitar a mis viejos amigos, los panaderos, los payasos, los cantantes), pero desde la muerte de mi padre no volví más. Y tenía previsto seguir así, cobarde y ajeno, hasta un llamado de teléfono que ocurrió una semana antes de las elecciones de Argentina, en 2015.
—Tenés que venir —me decía uno de mis mejores amigos del pueblo—, te voy a buscar a donde digas, pero tenés que venir a dar una charla, a contar cuentos, lo que sea, porque estamos peleando cabeza a cabeza y esta vez puede ser que no ganen los de siempre; esta vez podríamos ganar nosotros —me dijo.
Le dije que era imposible, que tenía la agenda apretada. Yo vivía en Barcelona, le dije que podíamos hacerlo en diciembre. Y me respondió con un cachetazo que me llegó desde la infancia, desde el patio de su casa donde tomábamos el Nesquik.
Me dijo: —Gordo, soy el Chino, y esto es un pedido personal.
Entonces me metí el miedo en el culo y volví a Mercedes. Ocho años después de la muerte de mi padre, entré por la calle Cuarenta y me reencontré con todos mis fantasmas. Me senté en una mesa, con mucha gente alrededor, y leí una docena de cuentos. Fue extraño, porque en algunos párrafos nombraba a los personajes de los cuentos y esos personajes estaban ahí, sentados en la fila dos o en la fila siete, y yo los podía señalar mientras narraba.
Todavía me conmueve el recuerdo de aquella tarde. Estaban las personas que me leyeron por primera vez.
Y es verdad: no pasé ni un minuto entero sin pensar, con tristeza, en mi papá, la persona más mercedina que conocí en la vida; pero, sin embargo, no tuve nostalgia de mi adolescencia, ni tampoco de mis sueños viejos, porque vi a un montón de chicos con las mismas ganas que tenía yo, a esa edad, de que el pueblo no estuviera dirigido por militares, ni por obispos, ni por jueces.
Una semana después de mi regreso fueron las elecciones y, como pasa siempre, Mercedes votó al revés que el resto del país. El flamante intendente de mi pueblo resultó ser un chico más joven que yo, que padeció la dictadura y que se convirtió en el intendente más joven de la ciudad.
Me hace feliz saber que los payasos, los panaderos, los cantantes fuimos por fin mayoría, después de tantos años de aburrimiento. Me hace feliz saber que puedo volver cuando se me antoje a mi pueblo, a Mercedes, sin miedo a que mi padre, ni mi adolescencia, ni Videla, me acechen en las esquinas.
Lo primero que hizo el nuevo intendente, el segundo día de su mandato, fue quitar del patio de mi escuela la jaula gigante de pajaritos.