Papá, ¿estás orgulloso de mí? (*)
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Pausa

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Una playlist de 125 cuentos

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Me llegó hace poco un mensaje de un chico en Instagram, no lo conozco. Y el mensaje dice así:
Hola, Hernán, vivo en Nueva Zelanda, y anoche a la tarde salí a correr. Voy escuchando siempre historias tuyas en Spotify. Justo arranca un cuento tuyo donde hablás de que tu viejo se murió y vos no pudiste llorarlo. Yo sigo corriendo. Me conmueve lo que decís, pero lo puedo aguantar. Porque mi papá está vivo, en Argentina.

Empezás a hablar de un amigo tuyo, Fernando Luna, que tenía un hijo de doce años y, de un día para el otro, el chico se murió. Contás que esa muerte fue tremenda para vos. Contás que Fernando unas semanas después te dijo que se puede seguir viviendo tras la muerte de un hijo, pero que no se puede volver a ser feliz. Yo sigo corriendo, se me parte el corazón, pero puedo seguir corriendo porque no tengo hijos.

Son las ocho de la tarde. Las calles de Nueva Zelanda están vacías. Vos estás en mis auriculares. Y entonces contás que cuando se murió tu viejo, justo al día siguiente, Fernando Luna te mandó un mail que decía así:

«La semana pasada, Gordo, yo iba por la calle y me crucé a la librería para ver si ya había llegado tu libro, y en el cordón de la vereda estaba tu papá, Roberto Casciari, con tu libro en la mano. Tu papá estaba mirando la vidriera, porque el librero mercedino había puesto un montón de libros tuyos apilados como si fueran bestseller. (Un día Nina va a ser grande y vas a entender mejor esto que te cuento). Te lo escribo y se me pone la piel de gallina como si estuviera en la Bombonera. Nos pusimos a hablar con tu viejo, creo que me dijo que Chichita me estaba buscando, y en un momento se hizo un silencio. Ahora me doy cuenta de que yo quise decirle algo y no encontré las palabras. Yo quería decirle que siempre te vi como un gordito terrible. Yo quería decirle que siento un placer enorme cuando en Boca aparece un jugador nuevo y en la tercera jugada vaticino: “¡Este va a ser un crack!”. Me pasó con Riquelme, con Bati, con Márcico. Y hace muchos años con tu hijo. Eso le quería decir, pero no le dije nada. Igual él debe de haber entendido algo, porque me miró a los ojos, como hacía tu viejo, medio de costado, y me dijo: “Bueno, Fernando, nos encontramos después y charlamos”. Creéme que nunca hablé tanto con él de cosas importantes. Esa noche (y esto lo sé ahora que tengo muchos años y que no tengo hijo que escriba libros, porque el mío se fue) confirmé que tu viejo era un gran tipo, y eso, Gordo, es mucho más difícil que escribir libros. Cuando me fui, él se quedó ahí, enfrente de la plaza, con tu libro en la mano, mirando la vidriera. Al otro día me dijeron que se había muerto y no lo podía creer. Te lo tenía que contar porque es la verdad, no es una frase hecha… Literalmente lo hiciste feliz hasta el último día de su vida… No sabés cómo estaba ese hombre ahí parado, mirando tus libros».

Y el chico de Instagram me dice:

Yo seguía corriendo mientras escuchaba esa carta, pero la última frase del mail de Fernando Luna me hizo mal. Alguien me apretó un switch en ese momento. Fue de un segundo para el otro. Empecé a llorar, y era cada vez peor. No podía parar. Ruido. Fue un llanto con ruido y me temblaba la pera.

Supe que yo estaba en Nueva Zelanda para demostrarle a mi papá que yo podía llegar a donde me lo proponía. Supe que corría todas las tardes para que él me aceptara como un hijo deportista.

Empecé a ver imágenes, Gordo. Se me vinieron a la cabeza tantas situaciones en ese momento, por la calle. No te las cuento porque me imagino que te chupan un huevo. Pero, por sobre todo, tuve de repente la sensación de que mi papá, en Argentina, se estaba muriendo. En ese momento.

Que lo que me estaba pasando era una superstición. Que ese llanto mío no era por tu historia, sino una señal de que en Buenos Aires estaba pasando algo feo. Algo horrible. Yo llevaba hechos doce kilómetros, y de todas maneras corrí todo lo rápido que pude hasta mi casa para enganchar señal de Internet.

En Argentina eran las seis de la mañana, pero no me importó. Le mandé un guasap: «Papá, ¿estás bien?». Y me senté el sillón del comedor, jadeando. Yo quería dejar de llorar y no podía.

Mi viejo me contestó asustado: «Sí, ¿por qué? Hijo… ¿te pasa algo?».

Y yo sentí un alivio enorme, y estuve a punto de preguntarle: «¿Estás orgulloso de mí, papá?», pero no lo hice. Le dije: «Sí, estoy bien, papá, no pasa nada».

Y caí en la cuenta de que todo lo que hago con mi vida es para que él, alguna vez, me diga si está orgulloso de mí.

Hernán Casciari