Papeles rosados: el contorno
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Los consejos de mi abuelo facho

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Mi abuelo Marcos aseguraba que ningún hombre adulto era capaz de tener recuerdos anteriores a los seis años. Entonces redacté todos mis recuerdos de la primera infancia, desde los dos años hasta los seis. Esta ese la primera parte.

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Mi primer recuerdo tiene lugar en la banquina de una ruta; yo todavía soy hijo único. Mi mamá ni siquiera está embarazada, o por lo menos no se le nota, y me prepara un vaso de leche con Nesquik. Mi papá tiene un Valiant 4 enorme. Yo quiero cruzar al otro lado de la ruta, pero ellos me detienen a tiempo y me dicen que no debo hacer eso nunca. Me lo dicen sin enojarse. Solo sé que íbamos en camino a Giles y que nos detuvimos a tomar mate porque el día estaba lindo. 

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Tengo recuerdos anteriores a ese, pero no tienen lógica. Algunos son muy anteriores. Por ejemplo, este: mi papá jugaba al tenis todos los fines de semana en un club. Frente al club estaba la cancha de fútbol. Él había terminado de jugar y me llevaba en brazos al auto. Por encima del ligustro, una pelota de fútbol blanca se alzó en el aire, a lo lejos, posiblemente un saque de arco alto al medio del campo. Mi papá me señaló la pelota en el cielo, y yo pensé que era la luna que se movía y se caía. Era tan chico que no me sorprendió que la luna se cayera, y retuve la idea en mi cabeza como un aprendizaje nuevo. 

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Recuerdo las manos y el bastón de mi bisabuelo Juan, que murió antes de que yo cumpliera los dos años. Recuerdo el rodete de mi bisabuela María, que murió antes que Juan. 

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Recuerdo mi chupete, y la desesperación que me produjo cuando se desgastó y me pusieron en la boca uno nuevo. Recuerdo que a mí me gustaba la textura del otro, y me había acostumbrado a que estuviera roto en la punta y entrara aire al chupar. Me acuerdo, sobre todo, de que no le podía explicar esto a nadie. 

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Me acuerdo de que mi papá miraba fútbol los domingos a la noche conmigo en brazos, y que lo hacía cuando llegaba del club sin bañarse. Durante mucho tiempo creí que el olor a transpiración era el olor de mi papá, y recuerdo que una vez, a los seis años, entré al vestuario de un club y todos los hombres tenían el olor de mi papá. 

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Me acuerdo de todos los detalles de la primera televisión que hubo en mi casa. Estaba sobre una cómoda blanca, frente a la cama de mis papás. Me gustaba jugar con las perillas del vertical y de los contrastes. Había aprendido muy rápido para qué servía cada una. También sabía para qué servía la perilla grande con números, pero no tenía fuerza en la mano para moverla, y me fascinaba como sí podía hacerlo mi mamá. También me gustaba el ruido que hacía. Me gustaba apagar el televisor, porque en la pantalla quedaba un punto blanco durante un minuto o más, haciéndose cada vez más chiquito, hasta que desaparecía. Ese punto de luz era el programa de televisión que más me gustaba ver. Ruidos. Los ruidos más lindos eran los de la perilla grande de la televisión y el que hacía la máquina de escribir cuando la usaba mi papá. Cuando tuve fuerza para cambiar los canales, lo hacía todo el tiempo, porque era igual que tener a mi papá escribiendo en la máquina. Esos ruidos eran iguales y para mí era como hacer magia. 

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Mi mamá pasaba la aspiradora Yelmo. Casi siempre a la hora de la siesta. Y como lo hizo desde que tengo memoria, ese sonido de sirena me arrulló y me hizo dormir. Por alguna razón, el ruido de la aspiradora era azul. Y también era protector. Muchos años después, escuchar la aspiradora me siguió dando una sensación parecida a la paz. 

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Otros ruidos: el sonido que hacía la manija de la máquina de calcular cuando iba hacia adelante. Y luego, la máquina de calcular eléctrica cuando se presionaba la tecla de sumar. El ruido tenía que ver con la fuerza, porque para echar hacia adelante la manija había que tener fuerza, también para apretar la tecla del más en la otra máquina, y para dar vuelta la perilla de los canales de televisión, y para presionar las teclas de la máquina de escribir, y para levantar la botella de whisky que tenía una caja de música en la base, y para tocar la bocina que estaba en el volante del Valiant. 

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Los ruidos más lindos eran pesados, y los cajones con más secretos estaban muy altos. En el cajón del medio del escritorio de mi papá había muchas más cosas de las que yo podía nombrar. Todo lo que se guardaba allí era increíble y nuevo. Eran máquinas que mi mamá y mi papá usaban con mucha seriedad, y cuando las tenían en las manos hacían muchas cosas, menos jugar con ellas de la manera que a mí me hubiese gustado. Había una abrochadora que parecía un cocodrilo azul, y una perforadora de papel que escondía en la base muchos circulitos de papel picado. Había una máquina que parecía un teléfono con letras, que servía para rotular carpetas o frascos. Había ganchos sujetapapeles, monedas viejas, rollos de cinta para la máquina de calcular, cartuchos de tinta descartables para las lapiceras y otras cosas que yo ni siquiera sabía qué función tenían en el difícil oficio de mi papá, que era el de escribir muchísimos números en un cuaderno enorme, con una prolijidad que a mí siempre me pareció sobrehumana. En los cajones del costado había miles de papeles escritos solamente de un lado, y eran los papeles que mi mamá me daba para dibujar. Mi papá también escribía en esos papeles, pero del lado escrito, y eso también me parecía muy difícil. 

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De todos modos, de todas las cosas difíciles que hacía mi papá, la más interesante era escribir en la maquina pesada. La máquina pesada era tan pesada que cuando había que moverla de lugar mi mamá le pedía a mi papá que lo hiciera. Era la que tenía más teclas, y la única en donde además de números había letras, que eran como los números, pero imposibles de dibujar. Me acuerdo de que mi papá me enseñó a nombrar todos los números en la máquina de calcular, y que después de un tiempo, él me decía «nueve» y yo encontraba la tecla. Al principio el juego me parecía difícil y me gustaba jugarlo por eso. Cuando me resultó fácil, lo que me gustaba era cómo se maravillaban mis abuelos y los amigos de mi mamá y mi papá cuando me veían hacerlo. 

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Yo tenía cuatro abuelos: los gritones y los callados. Los gritones llegaban en auto y los callados venían caminando. Los callados venían solos y los gritones venían en muchos autos, y con mucha gente. Los callados venían a la hora de comer, pero no comían. Los gritones no venían tan seguido, pero comían mucho y traían su propia comida. Los gritones traían tíos y perros. Y nos llenaban la casa de tíos y de perros. Como los gritones venían desde muy lejos y no venían siempre, no estaban al tanto de las cosas que mi mamá y mi papá me habían enseñado en la semana. Los callados se las sabían de memoria. Entonces, cuando venían los gritones, mi papá les mostraba todo lo que yo sabía hacer: yo sabía los colores, las marcas de los autos que pasaban por la calle y los números de la máquina de calcular, aunque con una variante novedosa: también podía sumarlos y restarlos. Los gritones, cuando veían todas las cosas que yo podía hacer, me dejaban regalos.

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Los regalos tenían muchos colores, pero te cansabas enseguida de jugar. Mis verdaderos juguetes eran grises y nunca te aburrías. Ni siquiera de mirarlos, porque todos los días les descubrías algo nuevo: el rodillo, los dientes que subían al presionar una tecla, la cinta negra y roja, y lo difícil que era poner un papel en el rodillo. Lo más divertido de mis juguetes era que no eran juguetes, y que mi papá se ponía serio para usarlos. Yo entendía que no sabía hacer nada con ellos, pero quería aprender. Lo más difícil era el tema de las letras, pero mientras no supiera qué hacer con ellas ya había encontrado un ruido nuevo: el de los tabuladores, que hacían correr el rodillo distancias diferentes, según cual se apretara. 

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Lo que más me gustaba de todos mis abuelos era cuando estaban juntos, porque ahí pasaba algo que yo no podía dejar de mirar: se juntaban a conversar mi abuelo gritón y mi abuelo callado. Yo no conocía mucha gente, pero para mí, la idea de los extremos eran mis abuelos varones. No tenían nada en común. Uno era gritón, serio, gordo, con zapatos y venía en auto. El otro era callado, se reía siempre, era flaco, tenía alpargatas y andaba en bicicleta. Uno tenía bigotes y el otro no. Uno era pelado y el otro no. Uno fumaba y el otro no. Uno me decía negrito y el otro no. Uno me traía regalos y el otro no. Uno trabajaba de ir a pescar y el otro nunca me había dicho de qué trabajaba. Uno se enojaba siempre y al otro nunca lo había visto enojado. Uno contaba muchos chistes y el otro hablaba muy poco. Cuando yo estaba con alguno de los dos, siempre pensaba en el otro. Y me parecía que los dos juntos no podían ser amigos. Y entonces cuando se juntaban yo siempre esperaba que pasara algo malo, pero lo que pasaba siempre era lo que más me gustaba: cada uno se transformaba en el otro. Mi abuelo callado se ponía a hablar fuerte, y mi abuelo gritón le hablaba despacio y con mucho respeto. Se decían de don y cuando empezaban a hablar se daban la mano. Mi abuelo gritón se reía con mi abuelo callado, y el otro escuchaba al gritón muy serio. A mí me fascinaba verlos juntos, porque se llevaban muy bien, y yo no podía entender cómo podían llevarse bien dos personas que eran tan distintas. 

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De mis dos abuelas, una me enseñaba a rezar ángel de la guarda, dulce compañía, y la otra siempre tenía golosinas adentro de la cartera. Me acuerdo de que una era la abuela de los dulces, y la otra era la abuela de los salados. La abuela de los dulces compraba los dulces, y la abuela de los salados, cocinaba los salados. El primer recorrido externo que aprendí a caminar fue desde mi casa a la casa de mi abuela de los salados, porque era el único lugar al que se podía ir sin cruzar la calle. Me gustaba ir a la casa de mi abuela, porque nadie tenía que llevarme. Yo podía ir solo. Mi mamá me vigilaba desde la esquina, pero yo era un chico que estaba yendo solo a una parte. La casa de mi abuela no era la casa de mis abuelos, porque la abuela salada y el abuelo callado no se llevaban bien, y mi abuelo callado, aunque dormía en la casa de mi abuela salada, vivía en la quinta de los gatos. 

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La quinta de los gatos era un lugar al que yo siempre quería ir, porque era como el cajón del medio del escritorio, pero mucho más grande. Había muchas cosas que yo no sabía cómo se llamaban ni para qué servían, y además yo podía andar por todos lados y perseguir a los gatos. En la quinta había un palomar con muchas palomas, y un tanque de agua con tres peces rojos. Había un árbol que daba nueces, otro que daba naranjas, otro que daba mandarinas y otro que daba duraznos. Pero el que yo prefería era uno que estaba atrás de la casa, y que daba la fruta más rica de todas: la guayaba. Pero no se podía comer guayabas cuando uno quería, sino solamente cuando era tu cumpleaños. Y yo quería que llegara mi cumpleaños para que mi abuela salada me cortara una guayaba en dos y me la diera a comer con una cuchara sopera. 

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Al costado de la quinta había gallinas que daban huevos. En la cocina había azúcar, y mi abuelo callado siempre tenía vino rosado. Mi abuelo callado me preparaba una taza con dos yemas de huevo, mucha azúcar y un poco de vino rosado. Lo mezclaba con el cigarrillo en la boca y me lo hacía tomar. Yo nunca tomé nada más rico que eso. Mi abuelo callado no me traía regalos en cajas, como mi abuelo gritón, pero sabía hacer cosas que me regalaba. Al fondo de la quinta había cañas, y él me armaba barriletes verdaderos. Los hacía muy serio, y con herramientas de verdad. Los hacía con tanta seriedad que a mí no me parecía que estuviera fabricando un juguete. También me armaba un arco y flecha, pero en la punta de la flecha ponía un corcho, porque él sabía que lo que yo quería era apuntarles a las gallinas. 

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Mi abuela salada hacia cosas que mi abuela dulce jamás hubiera hecho. Una de esas cosas era manejar una camioneta celeste. Y la otra cosa era agarrar una gallina por el pescuezo y retorcerla en el aire sin compasión. Mi abuela salada manejaba una camioneta con mucha seguridad, tanto en el campo como en el centro del pueblo. Cuando fui al jardín, yo les contaba esto a mis amigos y nadie me creía que una abuela manejara una camioneta. Mi papá me decía que mi abuela salada manejaba autos desde hacía mucho, desde el tiempo en que ninguna mujer manejaba autos. Y yo le creía, porque cuando mi abuela me llevaba con ella en la camioneta, hacía los cambios tan bien como mi papá. 

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Mi papá cambiaba el auto siempre, y cada vez que llegaba con un auto distinto entraba a casa y le decía a mi mamá. Mi mamá se ponía contenta y me avisaba a mí. Entonces salíamos a la calle y veíamos el auto nuevo. A mí al principio nunca me gustaba el auto nuevo porque yo siempre me encariñaba con el anterior, y además no podía acostumbrarme a mi papá en el volante de otro auto. Cuando él llegaba en el auto nuevo nos subíamos los tres y dábamos dos vueltas a la manzana. En ese tiempo yo me acostumbraba al auto nuevo y después no me quería bajar. 

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Los autos que más me gustaban eran los que tenían un apoyabrazos mullido en medio del asiento trasero. Yo le decía caballito. El mejor caballito que tuve en un auto estaba en un Peugeot blanco. Y el auto que menos me gusto fue un Valiant 3, pero eso era porque antes había estado el Valiant 4, que fue el auto más lindo que tuvo mi papá. Por suerte el Valiant 3 le duró poco. Mi papá siempre quiso llegar a tener un Torino, ese era el auto que más le gustaba. Pero nunca se lo pudo comprar. Él me mostraba todos los Torinos que pasaban por la calle, y al principio yo me los confundía con los Ford Falcon, que eran los autos que mi papá más odiaba. Un día él me explicó que para diferenciar un Falcon de un Torino había que prestarles atención a los faros de adelante. Desde ese día, siempre supe cuál era un Torino, y a mí los que más me gustaban eran los azules. 

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Desde el principio, mi papá me fue diciendo las cosas que me tenían que gustar y las cosas que no me tenían que gustar. Cuando él me decía algo bueno, era porque existía algo malo. Lo bueno era el Torino, lo malo el Ford Falcon. Lo bueno eran las verduras que se podían comer crudas, lo malo las verduras que antes había que hervir. Un día mi papá me subió arriba de la aspiradora Yelmo y me dijo muchas cosas de golpe, pero ya las entendí a todas: me dijo que yo tenía que ser de Racing, de Pairetti y que no me tenía que gustar el boxeo, pero sí Nicolino Locche, porque era inteligente. 

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Lo que más me prendió fue ser de Racing, porque además de mi papá, también era de Racing mi abuelo callado, mi tío Toto que era hippie, y todos los amigos de mi papá. Un día le pregunté a mi abuelo callado por qué mi papá era de Racing, y él me dijo que porque él también era de Racing. Después le pregunté por qué él era de Racing, y me dijo que porque su papá era de Racing. Y cuando le pregunté por qué su papá era de Racing, me contó una historia. Me dijo que su papá, mi bisabuelo, una vez vino de Italia cuando era joven, y que tenía el pelo largo como el tío Toto. Y que, en la Argentina, para conseguir trabajo había que tener el pelo corto. Pero mi bisabuelo no tenía plata para cortarse el pelo porque no tenía trabajo. Entonces entró a una peluquería y le preguntó al peluquero si no le fiaba un corte hasta que consiguiera trabajo. El peluquero le preguntó de qué cuadro era y mi bisabuelo alzó los hombros. El peluquero le dijo que, si se hacía de Racing para siempre, le cortaba el pelo gratis, porque él le cortaba el pelo gratis a los hinchas de Racing y le cobraba el doble a los de Independiente. Entonces mi abuelo le juró que desde ese momento sería de Racing, y tuvo su corte de pelo sin pagar un centavo. Y como gracias a eso consiguió trabajo en una semana, pensó que si seguía siendo de Racing le seguiría yendo bien. Y entonces no solo fue hincha, sino que fue fanático, y convirtió en hinchas a sus hijos que a la vez convirtieron a sus hijos y a sus nietos. Con esa explicación yo me quedé conforme, y cuando en el jardín me preguntaban por qué era hincha de Racing, a mí me gustaba decir «por el peluquero». 

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Mi mamá trabajaba en casa y siempre estaba conmigo. Mi mamá también tenía una máquina pesada y difícil de manejar, pero a mí nunca me llamó la atención porque no tenía ni letras ni números. Lo que sí tenía era una aguja que subía y bajaba, y por eso además era peligrosa. 

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A las cosas peligrosas yo las tenía que mirar de lejos y ni se me tenía que ocurrir tocarlas. Había dos clases de cosas peligrosas: las de peligro directo y las de peligro indirecto. Si tocabas las de peligro directo, te dolía en el momento; si tocabas las de peligro indirecto, te dolía cuando se enteraba tu mamá. La máquina de tejer era de peligro indirecto, pero la máquina de coser, con su enorme aguja filosa, era de peligro directo. Mi mamá un día se había quedado dormida y se había agarrado el dedo con una aguja, y todavía tenía la aguja en el hueso. Ella decía que le dolía mucho cuando había humedad. 

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Cuando mi mamá era chica se había quemado con aceite durante la propaganda de un programa de terror. Mi mamá no había nacido acá, sino en la ciudad donde vivían los abuelos gritones. Para mí esa ciudad se llamaba Diego Palma, pero después me enteré de que Diego Palma era la calle donde vivía mi mamá, y que la ciudad era San Isidro. Igual yo no entendía por qué, para llamar por teléfono a San Isidro, mi mamá preguntaba cuánta demora había con Buenos Aires. Un día mi mamá me dijo que Diego Palma, San Isidro y Buenos Aires eran el mismo lugar. San Isidro quedaba lejos, y había que ir en auto. Yo me daba cuenta de que íbamos por la mitad del viaje cuando me agarraban ganas de vomitar. Y me daba cuenta de que habíamos llegado cuando las calles empezaban a ser de piedra. San Isidro tenía muchas calles con empedrado. Por eso cuando íbamos a la estación de trenes de Mercedes, a mí me saltaba el corazón pensando que habíamos llegado a San Isidro. Mi mamá había vivido siempre en San Isidro, pero se había casado con mi papá, que era de Mercedes, y se habían ido a vivir a Mercedes. Por eso mi papá tenía amigos viejos, y mi mamá tenía amigas nuevas que eran las esposas de los amigos de mi papá. Igual, mi mamá tenía dos amigas viejas, que a veces venían a Mercedes. Se llamaban Soledad y Elena, y a mi mamá le decían Beatriz, que era el nombre de mi mamá en San Isidro. 

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A mi mamá todos le decían distinto: le decían Beatriz las amigas viejas, Chichita las amigas nuevas, Coyita la abuela dulce, Chicha los hermanos varones y Gorda mi papá. A mi papá todos le decían Roberto menos la abuela salada, que le decía Rober. Lo que yo no entendía era por qué mi mamá les decía mamá y papá también a los abuelos callados, que no eran sus verdaderos padres. Y menos entendía que les dijera mamá y papá y que a la vez les dijera de usted. En cambio, mi papá no les decía mamá y papá a los abuelos gritones. Les decía Don Marcos y Beatriz. Yo pensaba que mi mamá les decía mamá y papá a los padres de mi papá porque sus verdaderos padres estaban en Diego Palma y ella necesitaba tener mamá y papá cerca. Y que en cambio mi papá no tenía que decirle nada a los abuelos gritones, porque él tenía sus papás a la vuelta. 

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En mi casa teníamos un aparato que estaba en la mesa de luz de mi papá y que servía para hablar con mi abuela salada sin tener que ir a la casa. Era como un teléfono, pero no podías hablar a cualquier lado, sino solamente a la casa de los abuelos callados. Mi abuela salada, en su mesa de luz, tenía un aparato igual, que solamente se podía comunicar con mi casa. Yo me acuerdo de que sabía prenderlo y hablar. Y que me tiraba en la cama de mi papá y hablaba con mi abuela. O me tiraba en la cama de mi abuela y hablaba con mi mamá. 

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También había otro aparato que estaba colgado en una pared de la cocina. Se llamaba la Oral, y ahí había un señor que podía hablar con mi casa y con la casa de mi abuela salada, pero nosotros no podíamos hablar con él. Un día ese señor dijo que el primero que llegara a su casa con una adivinanza se ganaba un premio, y mi mamá me recortó una adivinanza del Anteojito y me mandó a la casa del señor de la Oral, que quedaba a tres cuadras de mi casa. Esa fue la primera vez que fui solo a algún lado donde había que cruzar, y me acuerdo de que fui corriendo porque había que llegar primero. Cuando llegué me atendió un señor, y cuando habló me dio mucha impresión porque tenía la misma voz que el aparato de la cocina. Leyó la adivinanza, me preguntó cómo me llamaba, me felicitó y me dio un regalo. Yo volví a mi casa y lo abrí. Era un juego aburrido que se jugaba con un dado. Y mi mamá estaba contenta porque decía que yo había aparecido hablando por la Oral, pero yo estaba triste porque el juego era un pedazo de cartón con un dado, y no un regalo como los que me hacían los abuelos gritones. Pero después que volví sano y salvo de la Oral, mi mamá ya me dejó ir a lugares que quedaban cruzando la calle. 

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A donde más quería ir era a lo de Aschero, un lugar que vendía plasticola color violeta. A mí lo que más me gustaba en la vida era tirar plasticola violeta en un papel, y siempre mi mamá tenía un pomo en algún lado, para que yo la dejara trabajar en paz. Cuando se acababa, ella me llevaba a lo de Aschero a comprar más, pero no se quedaba mucho, y no me daba tiempo para mirar la vidriera de Aschero, que estaba llena de cosas impresionantes que yo no sabía para qué servían, pero que, si me dejaban, seguro les descubriría un uso. Y un día que se me acabó la plasticola violeta mi mamá me dejó ir solo a lo de Aschero. Lo de Aschero quedaba a la misma distancia que la Oral, pero para el otro lado. Lo que tenía de difícil era que además había que doblar. En la Oral no había que doblar, era derecho. Entonces mi mamá me explicó muy bien que tenía que contar todas las calles que cruzara, y cuando contara tres calles, tenía que doblar un poquito hasta encontrar la vidriera. Me fui contando las calles, doble como me había dicho ella y encontré la vidriera enseguida. Entonces me quedé un rato largo mirando las cosas que había, después entré y me atendió la esposa de Aschero. Yo estaba agrandado porque no había venido con nadie, y le pedí plasticola violeta, ella me la dio y yo le pagué con plata que saqué del bolsillo. Ella me saludó y yo me fui. Pero a la salida me quedé otro rato enfrente de la vidriera, otra vez viendo algo increíble. Me metí adentro y le pregunté qué era aquello. Ella me dijo que era un compás, y a mí me encantó que aquello tan lindo tuviera un nombre fácil. Y me fui afuera a seguir mirándolo. Cuando me cansé, encaré para mi casa. Lo que yo no sabía era si para volver también había que contar tres calles derechas y doblar, o doblar primero y contar tres calles derechas después. Y eso me hizo pensar. La lógica me decía que hiciera igual que a la ida: que agarrara derecho y después doblara. Pero el susto me hizo hacer lo correcto. Aunque cuando empecé a caminar para mi casa, lo hice convencido de que me había equivocado. El mismo miedo me hizo perder la cuenta de las tres calles que tenía que contar, y yo pensé que las había contado todas cuando en realidad me faltaba contar una. Entonces vi que en el lugar donde en teoría tendría que haber estado mi casa, había un almacén con vidriera. Y me paralicé del terror. Lo primero que pensé fue volver a lo de Aschero, y desde allí hacer el otro camino, pero tuve miedo de que tampoco estuviera Aschero donde tenía que estar. Y eso me hizo llorar. Para llorar sin que nadie se diera cuenta, me hice el que miraba la vidriera de la despensa. Cada vez que pasaba alguien por la calle, yo aguantaba el llanto para que el otro pensara que yo solamente era un chico que, desde lo de Aschero hasta su casa, se había detenido a mirar cosas en la vidriera de un almacén. Cuando el que pasaba ya estaba lejos, volvía a llorar. Mi mamá, que me había seguido con la vista desde la puerta en el mismo momento en que yo me fui, me seguía mirando desde la otra esquina. Cuando vio que yo no pensaba moverme de la vidriera del almacén, fue a buscarme. Yo la vi llegar de reojo y pensé que era una persona cualquiera, entonces me puse serio, con la nariz contra el vidrio. Ella me llamó y me preguntó qué hacía. Yo me alivié cuando la vi, pero también me dio vergüenza decir que me había perdido, y le dije que estaba mirando las cosas del almacén. Ella me dijo si quería volver, y yo le dije que se fuera a casa que yo iba a ir después de que terminara de ver todas las cosas. Ella me dijo que estaba bien, y se fue. Yo la seguí con la vista para ver dónde estaba mi casa, y cuando vi que entraba en mi casa, en la otra cuadra, se me recompuso el barrio, y recién entonces entendí que ese almacén era el mismo al que íbamos todos los días, y que la casa de la esquina era la misma casa de piedras blancas que yo conocía de memoria y que todo lo que había a mi alrededor era familiar. Pero hacía un minuto, en cambio, todo era distinto y extraño. Y me di cuenta de que cuando tenés miedo no ves lo que hay enfrente sino lo que el miedo te dice que veas. Cuando me tranquilicé, encaré para mi casa jugando con el pomo de plasticola. Pero cuando entré, escuché que mi mamá estaba hablando por teléfono con mi papá, y que le contaba riéndose que yo me había perdido yendo a lo de Aschero y que ella me había encontrado llorando en el almacén de la 34. Lo que nunca supe es cómo se había dado cuenta. 

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Mi mamá se daba cuenta de que mi papá le decía una mentira porque mi papá se tocaba la nariz como si tuviese mocos. Y se daba cuenta cuando yo le decía una mentira porque me ponía colorado, le hablaba bajito y no la miraba fijo. Y a mí me parecía que en esto mi papá tenía ventajas, porque era fácil dejar de tocarse la nariz para decir una mentira. En cambio yo, por más que practicaba, me seguía poniendo colorado. Pero había aprendido a hablar fuerte y a mirar fijo. A mi papá no le importaba saber si mi mamá decía una mentira, pero sí estaba atento cuando mi mamá decía una pavada o se equivocaba. Cuando mi mamá decía una pavada, mi papá se reía y me explicaba por qué eso que había dicho mi mamá era una pavada. Y después estaba todo el día acordándose de la pavada que había dicho mi mamá. Y a la noche, cuando llegaban los amigos de mi mamá y de mi papá, lo primero que hacía mi papá era contarle a todo el mundo la pavada que había dicho mi mamá. Mi papá, cuando contaba las pavadas que decía mi mamá, era más gracioso que la Pantera Rosa. Y a mi mamá no le molestaba que mi papá contara las cosas así, porque a ella también les causaban gracia. 

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El amigo que más lo hacía reír a mi papá era Peti, porque a los dos les gustaban los mismos chistes, que eran cuando sus esposas se equivocaban o decían una pavada. Peti siempre contaba la última pavada que había dicho Negrita, que era su esposa. Y Sebastián, que era el hijo de Peti y de Negrita, también se reía de las cosas que decía Peti. A mi papá lo que más le gustaba era que a Negrita le saliera mal una torta. Podía estar un mes acordándose de una torta fea de Negrita. Mi papá y mi mamá también tenían otros amigos, pero no jugaban mucho a eso. Con los otros amigos, había dos conversaciones: las mujeres hablaban de ropa y los hombres hablaban de Isabel. En cambio, cuando se juntaban mi mamá, mi papá, Peti y Negrita, los cuatro hablaban de la misma cosa, y para mí esos eran los mejores amigos que tenían. 

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Mi mejor amigo era Sebastián, el hijo de Peti y de Negrita. Cuando lo conocí, yo ya sabía caminar y él todavía no, pero igual nos llevábamos bien porque a él le causaba gracia la máquina de escribir. Le causaba gracia, pero no le parecía gran cosa, y yo no entendía por qué. Hasta que una vez Sebastián me mostró donde tenía guardados los juguetes de su casa, y yo entendí que, al lado de los de él, mi Olivetti era una miniatura. 

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Sebastián jugaba en el lugar más grande del mundo, y ese lugar estaba en su propia casa. Era un galpón tan alto que ni siquiera se podía ver el techo, y adentro había millones de cosas, todas distintas y difíciles de usar. En ese lugar trabajaba Peti y el abuelo de Sebastián, que se llamaba Arturo sorete duro. Sebastián tenía otro abuelo, que se llamaba Armando sorete blando. Peti y Arturo, para trabajar en el galpón, se ponían delantales azules, a veces guantes y a veces una careta. Cuando se ponían una careta era porque iban a sacar chispas. A Sebastián lo dejaban jugar en el galpón, y los juguetes de Sebastián eran máquinas mil veces más pesadas y complicadas que mi máquina de escribir. Con esas máquinas podías arreglar camiones, y también podías desarmar autos. Sebastián estaba todo el día con la cara sucia, pero nadie le decía nada porque Peti y Arturo también estaban todo el día con la cara sucia. El olor del galpón era fuerte, y el olor de la casa de Sebastián era fresco. El agua de la casa de Sebastián era distinta a la de mi casa, y Peti era distinto a mi papá porque podía arreglar cosas. La casa de Sebastián era enorme y estaba en la ruta. 

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Cuando mi papá, mi mamá y yo nos íbamos en el auto a San Isidro había que pasar por enfrente de la casa de Sebastián. Mi papá cuando pasaba tocaba la bocina. Si la ventana del comedor estaba levantada, Peti y Negrita estaban en la casa. Si la ventana estaba baja, no había nadie, pero mi papá igual tocaba tres veces la bocina, para que ellos supieran que nosotros habíamos pasado. A veces Peti, Negrita y Sebastián estaban afuera tomando mate o jugando con Meteoro, que era un perro, entonces mi papá tocaba bocina y paraba un ratito. En ese ratito yo iba a tomar agua a la cocina, porque me gustaba el agua de ahí, Sebastián me acompañaba y mi papá contaba la última pavada que había dicho mi mamá. Después nos íbamos a San Isidro. 

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Cuando volvíamos de San Isidro otra vez había que pasar por la ruta donde vivían Peti y Negrita y era de noche. Pero ahí ellos ya sabían que nosotros llegábamos y nos estaban esperando. Entonces, Peti abría al galpón y mi papá metía el auto adentro. Si mi papá metía el auto adentro era porque íbamos a estar mucho. Lo malo de ir de noche era que no se podía jugar en el galpón, porque estaba oscuro, pero Sebastián igual tenía una pieza llena de cosas y jugábamos con sus juguetes. 

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Mi papá siempre estaba ansioso porque le quería contar a Peti y a Negrita todas las pavadas que decían los abuelos gritones y los hermanos de mi mamá. A Peti y a Negrita eran las historias que más les gustaban, y Negrita se reía tanto que se le caían las lágrimas. Negrita era buena porque cuando se reía te hacía reír. Mi mamá prefería que mi papá contara las pavadas que decía ella, y no las pavadas que decían mis abuelos gritones. Pero tampoco se enojaba, aunque los defendía. A Peti lo que más le causaba gracia era cuando mi papá contaba cómo se enojaba mi abuelo gritón jugando al tenis. Yo, cuando veía mi abuelo gritón enojado, no me daba risa. Me daba miedo, porque pensaba que le iba a partir la cabeza de un raquetazo al tío Macho o al tío Beto. 

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El abuelo gritón nunca quería perder jugando al tenis, y yo pensaba que lo que tenía que hacer era no jugar contra mi papá, porque mi papá era bueno y nadie le podía ganar al tenis. Mi abuelo gritón y mi papá iban a jugar al tenis al Club CASI, un lugar que estaba enfrente del departamento de mis abuelos gritones. 

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Mi tío Macho y mi tío Beto eran los hermanos de mi mamá y jugaban uno con mi papá y el otro con mi abuelo gritón. El equipo de mi abuelo gritón siempre perdía, porque mi abuelo gritón le pegaba a la pelota muy fuerte, pero nunca adentro de la cancha. Pero como él nunca tenía la culpa de las cosas, se enojaba con el tío que jugaba con él. Por eso yo pensaba que, si mi abuelo gritón quería ganar, tenía que jugar de compañero con mi papá, y contra mis dos tíos, pero eso no podía pasar nunca porque lo que quería mi abuelo gritón era ganarle a mi papá. Una vez mi abuelo gritón se cansó del tío Macho y del tío Beto y se consiguió un compañero que se llamaba Willy. Era tan bueno que tenía vincha. Y le puso de compañero a mi papá al tío Macho, que era el peor de todos. Esa vez mi abuelo gritón le ganó a mi papá, pero mi papá no se enojó. Lo que hizo fue contarle a Peti cómo mi abuelo gritón le quería dar indicaciones a Willy, y Peti se reía y a Negrita se le caían las lágrimas. 

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A mi papá le daba vergüenza estar en San Isidro. Cuando llegaba al departamento se encontraba una silla, se sentaba y no se movía más hasta la hora de irse. Mi papá quería irse de San Isidro los domingos después de comer, pero mi mamá quería irse los domingos después de tomar la leche. Desde después de comer, y hasta después de tomar la leche, mi papá se la pasaba diciendo «¿vamos, gorda?», y a mí me daba lástima. Mi papá los domingos a la mañana quería ver las dos carreras, la de Fórmula 1 para que perdiera Reutemann, y la de TC para que ganara Pairetti. Pero no se animaba a levantarse y prender la tele. Como no se animaba, le decía bajito a mi mamá que le prendiera la televisión, pero como a mi mamá le daba tanta bronca que mi papá sea tan pavo ella hacía como que no lo escuchaba y no se la prendía. Yo sabía que mi papá no podía vivir sin ver la carrera o el partido, y entonces iba yo, me subía a una silla y le prendía la tele. 

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Mi papá no entendía cómo a mi abuelo Marcos, mi tío Beto y mi tío Macho, siendo varones, no les importaban la carrera ni el partido. Cuando terminaba la carrera a mi papá le agarraban ganas de ir al baño a hacer pis o a hacer caca, pero como en San Isidro todo le daba vergüenza, no iba al baño. 

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Mi papá no fue nunca al baño en San Isidro, ni en el departamento ni en la casa que mis abuelos gritones se compraron después. Mi papá se aguantaba las ganas de ir al baño hasta que llegábamos a la casa de Peti y Negrita y ahí si se bajaba apurado del auto y se metía en el baño. A Peti y a Negrita eso también les causaba gracia y se reían tanto como de las pavadas de mi mamá. Yo sabía que lo de mi papá y el baño de San Isidro también era una pavada graciosa, pero mi papá era la única que tenía, en cambio mi mamá tenía una pavada nueva todos los días. 

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A mi abuelo gritón todo el mundo le escapaba para charlar: en la casa, en el trabajo, en el club y en todos lados. Eso decía mi papá, y a mí me parecía que era verdad, porque mi abuelo gritón no sabía conversar, solamente sabía hablar él. Por eso cuando llegaba mi papá a San Isidro y se sentaba en una silla y ya no se podía mover más de la vergüenza, mi abuelo gritón aprovechaba haberse encontrado con uno que no se le podía escapar y le hablaba desde el sábado a la tarde hasta el domingo después de la leche. Mi abuelo gritón le hablaba a mi papá de política y de moral, y mi papá movía la cabeza para arriba y para abajo muchas veces por minuto. Cada tanto, para descansar, mi papá buscaba un perro y lo acariciaba. O me buscaba a mí y me ponía a upa. En lo único que estaban de acuerdo mi papá y el abuelo gritón era en que la gente no debería fumar. A mi abuelo gritón le gustaba que mi papá fuera su yerno, más que nada porque mi papá se quedaba quieto. 

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Mi abuelo gritón tenía otro yerno, pero a ese para que se quedara quieto había que pegarle una trompada fuerte. Una vez yo vi como mi tío Macho y mi tío Beto lo agarraban al otro yerno de los brazos para que mi abuelo gritón le pegara una trompada muy fuerte. Yo los vi desde abajo de un escritorio. Mi papá decía que mi abuelo gritón no lo quería al otro yerno porque en el fondo eran iguales. Y tenía razón, porque cuando íbamos a visitar a la hermana de mi mamá, que se había casado con el yerno malo, mi papá buscaba una silla, se sentaba, y aparecía al yerno malo y le hablaba todo el día a mi papá de las mismas cosas que le hablaba el abuelo gritón: de política y de moral. Si los mirabas bien, el abuelo gritón y su yerno malo eran muy parecidos, hasta de cara. Solamente que el yerno malo era más joven. 

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Las que también se parecían mucho eran mi mamá y la esposa del yerno malo, que era mi tía Marta. De cara eran bastante parecidas, pero de voz eran iguales. A mí eso me daba miedo. De cara hubieran sido iguales, pero lo que pasaba era que mi tía Marta estaba cansada y mi mamá estaba contenta. Yo pensaba que la culpa de eso era de los yernos con los que se habían casado. Si mi mamá se hubiera casado con un yerno malo, tendría la cara de mi tía Marta, y si mi tía Marta se hubiera casado con un yerno bueno, tendría la cara de mi mamá. A mí, pensar eso me gustaba, porque prefería mil veces vivir con la cara de mi mamá y con la forma de ser de mi papá. 

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Mi papá, cuando me quería hacer enojar, me miraba de cerca y me decía que yo tenía la misma cara que mi abuelo gritón.

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Mi abuelo callado, cuando yo nací, se agarró la cabeza y dijo: «Qué macana, tiene la mismísima cara de don Carabajal». 

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Yo lo único que quería de chico era ser pescador como mi abuelo callado, y escribir en la Olivetti como mi papá. Pero cuando me miraba en el espejo y en las fotos, me daba cuenta de que todos tenían razón: yo no tenía los ojos, ni la boca, ni la cara, ni la nariz de los Casciari, y en cambio sí tenía los gestos, y el pelo, y la risa y la forma de caminar de los Carabajal. Yo era más Carabajal que Casciari, más de allá que de acá, y tenía miedo de ir convirtiéndome en un gritón, en un peleador que no quiere perder a nada, y en una máquina de decir pavadas de las que después Peti y mi papá se iban a reír toda la noche.

Hernán Casciari