«Parece una pavada», de Raymond Carver
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Pausa

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100 covers de cuentos clásicos

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Ese mediodía, Andy había salido de la escuela en bici y había doblado en el boulevard para tomar el camino hacia su casa. Era un pueblo tranquilo, ¿qué podía pasar? Pero a los pocos metros una camioneta salió de la nada y atropelló al chico. El conductor fre­nó, pálido, pero cuando vio que el nene se levantaba rápido y volvía a subirse a la bici, la camioneta se fue lo más rápido que pudo, sin testigos a la vista. 

La madre no se enteró del accidente hasta la tarde. Había estado toda la mañana haciendo mandados y comprando cosas. Estaba preparando el cumpleaños número diez de Andy, que iba a ser esa tarde. Había dejado la panadería para último momento, porque no quería andar con la torta de cumpleaños arriba del auto de acá para allá. Además, a Andy se le había antojado una torta que arriba tenía el muñeco de un jugador de fútbol famoso, que tenía un número diez en la espalda. Eso era lo único que podía salir mal, pensaba la madre. Porque el panadero le había caído para el orto el día anterior. Ni siquiera se había molestado en ba­jar la radio cuando ella le explicaba cómo quería la torta. Escuchaba reguetón, el maleducado, a todo trapo… Así dudó todo el día, la madre, sobre si esa torta iba a quedar bien. 

La mujer venía con tiempo, pero se demoró más de la cuenta en el supermercado, y cuando llegó a la panadería eran más de las doce y la encontró cerrada. Se quiso matar, porque iba tener que volver a buscar la torta a las cuatro, cuando el negocio abriera, justo a la hora en que arrancaba la fiestita y empezaban a llegar los invitados. 

Entró a su casa llena de bolsas y paquetes. Andy ya había vuelto de la escuela. Ella le pidió que le diera una mano, pero cuando el chico se acercó perdió el equilibrio y casi se cae. «¿Qué te pasa?», preguntó la mamá. Entonces Andy (con miedo, como si la cul­pa fuera suya) le contó que una camioneta lo había tirado al suelo, pero que no se había hecho nada. Después se acostó en el sillón y se quedó dormido. Al rato ella se acercó y trató de despertarlo, pero no pudo. El nene no reaccionaba, no abría los ojos. Una hora después Andy entró inconsciente al hospital. Pa­recía sumido en un sueño muy profundo, pero no estaba en coma. 

Después de los análisis y las radiografías, el doctor les dijo (a ella y a su marido) que no se preocuparan, que Andy iba a estar bien.

Por supuesto, la fiesta de cumpleaños se canceló. Andy estuvo todo el día internado y en observación, sin abrir los ojos. A las doce de la noche, ella lo dejó con su marido y fue a su casa para darse una ducha. Cuando abrió la puerta el teléfono sonaba sin parar. Pensó que podía ser del hospital y se apuró para aten­der. «¿Hola?», dijo. Pero del otro lado nadie respon­día. «¿Quién habla? ¿Es por Andy?», insistió ella. «Sí, claro que es por Andy», dijo una voz grave. Y cortó. 

Ella se quedó con el tubo en la mano. ¿Era el tipo que atropelló a su hijo? Lo intuyó. Seguro tenía mie­do de que lo encontraran y los estaba amenazando. Después, cuando ella salió de la ducha recién bañada, el teléfono volvió a sonar. Otra vez se apuró a atender, y apenas dijo «hola», cortaron. Antes de volver al hos­pital, el teléfono sonó de nuevo, pero ella no atendió. Esa vez sí era su esposo. 

Ella lo supo cuando llegó al hospital y lo vio. Su esposo tenía el gesto desencajado y no paraba de llo­rar. Andy había empezado a convulsionar mientras ella se duchaba. Los médicos habían hecho lo impo­sible. Dijeron que había sido «una oclusión oculta», que era un caso entre un millón, que los análisis no habían mostrado nada raro. Hablaron, hablaron, ha­blaron… pero ella ya no podía escuchar nada. 

Todo lo que vino después se convirtió en una pe­sadilla. Horas enteras que fueron adquiriendo una di­mensión irreal. Los saludos de pésame, las lágrimas, el cementerio. Treinta horas después, cuando todo terminó y su marido y ella volvieron a su casa, se sen­ taron en el sillón del comedor y estuvieron ahí sin moverse, durante horas, en silencio. De pronto sonó el teléfono. Ella miró el reloj, eran las doce de la no­che. Atendió. 

Del otro lado, una voz horrible dijo: «Te olvidaste de Andy». Entonces ella gritó: «¿¡Quién sos, hijo de puta!?». Y del otro lado cortaron. Pero un segundo antes de que cortaran, ella pudo escuchar, de fon­do, el mismo reguetón horrible de dos días antes, y entonces supo que era el panadero el que llamaba. Supo, la mujer, que nunca había ido a retirar la torta, que el panadero estaba lleno de odio porque le ha­bían dejado, de clavo, una torta de cumpleaños con un muñeco que tenía un diez en la espalda.

Raymond Carver
Una adaptación de Hernán Casciari