Por eso un día se fue hasta el ranchito de una señora muy humilde (que vivía como puestera en la parte vieja de la estancia) y le dijo que se quería casar con su nieta: una chica hermosa, jovencísima, que se llamaba Paula.
Obviamente, Paula no quería saber nada con el viejo. Es más, le daba asco. Decía que era duro y flaco como un alambre. Pero no había mucho que ella ni su abuela pudieran hacer, porque todo el mundo sabía que, en la estancia, los deseos del patrón eran órdenes.
Así que se casaron. Y el viejo se llevó a Paula a vivir a la mansión. Le presentó al capataz de la estancia, y también le presentó a la cocinera. Después la llevó hasta el cuarto más alto de la torre y, parado frente al ventanal, le señaló todas sus hectáreas de campo diciendo: «Todo esto va a ser para nuestro hijo… y también para vos. Pero andá sabiendo que acá se hace lo que yo digo».
El viejo terminó siendo peor de lo que Paula esperaba. A los peones, cuando se mandaban una cagada, los reventaba a latigazos contra el aljibe. Y a ella nunca la dejaba salir a pasear, porque era terriblemente celoso. La tenía todo el día encerrada en la mansión, y solamente la veía de noche, cuando volvía del campo y se le tiraba encima para tratar de dejarla «preñada», como él decía.
Igual, aunque el viejo lo intentaba cada noche, Paula nunca quedaba embarazada. Y, con el tiempo, el patrón empezó a perder la paciencia. Se sentía estafado. Todos los meses le preguntaba a Paula si ese hijo ya estaba en camino. Y, cada vez que ella le contestaba que no, el viejo, frustrado, la sentaba en la cama de un sopapo.
Pasaron un par de años terribles hasta que, finalmente, Paula quedó embarazada. Se lo confirmó Tomasina, la partera del pueblo.
Paula volvía en sulky con la noticia del embarazo cuando encontró a su marido y a los peones descornando a los toros en el campo. Al verla, el viejo le preguntó: «¿Qué te dijo la Tomasina?». Pero, justo en ese momento, uno de los toros se soltó y embistió al viejo, levantándolo por los aires, y le destrozó la columna.
Después del accidente, el patrón quedó cuadripléjico. No podía moverse. Ni siquiera podía hablar. Así que Paula hizo traer una de esas camas ortopédicas (llenas de cintas y correas) y, con la ayuda del capataz, subieron la cama hasta el cuarto de la torre para que el viejo pudiera contemplar sus campos mientras estaba postrado. Cuando los dos se quedaron solos, Paula finalmente le anunció que iba a tener al chico y un brillo de triunfo iluminó la cara del viejo.
Pero, a medida que su panza crecía, algo más fue cambiando en Paula. Ya no dejaba que el capataz visitara al viejo en la torre. Tampoco permitía que la cocinera le llevara la comida. Solo ella, Paula, se ocupaba del viejo y, cuando lo dejaba solo, cerraba con llave la torre para que nadie más pudiera verlo. Cada tanto, al viejo le agarraban unos ataques en los que parecía que se iba a morir. Pero Paula le daba un remedio y, casi gritando, le decía: «Vas a tener al chico, ¿me oís? ¡Vas a tener al chico!». El viejo se dio cuenta de que había algo distinto en su mujer y empezó a tenerle miedo.
La semana antes del parto, Paula echó a la cocinera diciéndole que ya no la necesitaba más por la casa. Después le dijo al capataz que despidiera a los peones y se tomara vacaciones. Cuando la estancia por fin quedó vacía, Paula tuvo al chico ella sola, sin ayuda de nadie.
Con el bebé llorando en sus brazos, Paula subió hasta el cuarto de la torre, abrió la puerta y se acercó hasta la cama del viejo para apoyar al chico al lado de él. Al verlo, el patrón empezó a reírse con un grito ahogado y, con muchísimo esfuerzo, estiró el brazo hasta tocar al bebé. Después quiso tomar la mano de Paula, pero ella dio un paso atrás y caminó hasta la puerta.
Antes de irse, Paula miró por última vez al viejo y a su hijo. Afuera, más allá del ventanal, los campos de la estancia se extendían hasta el horizonte. Paula cerró la puerta de la torre con llave. Después bajó, tiró la llave al pozo del aljibe y se fue sola, en el sulky.