Los peces me gustan en sus extremos: muy vivos y coloridos, o muy muertos y fritos.
Lo que me parece aberrante es la pesca.
En general los hombres que matan animales por placer no están bien considerados por las mujeres, a excepción de los pescadores, a quienes las esposas tienen por personas pacíficas. Ir a pescar, creo yo, es ir a matar sin culpa. ¿Y sabéis por qué? Porque los peces no gritan.
Yo creo que si los peces gritaran, el ser humano se acojonaría mucho. A cualquiera se le estrujaría el corazón y le vendría la culpa y el remordimiento.
Imaginemos a un señor que ha sacado una boga. La coge con la mano y ve el anzuelo traspasándole el labio superior. La boga está viva, se retuerce, intenta vivir, se está quedando sin aire, agoniza, pero el señor se toma su tiempo para desengancharla del metal; el corazón del señor no está alterado, está sereno y en paz. La boga boquea, sufre, se espanta. El pescador quizá está pensando en otra cosa mientras le quita el anzuelo. Y si se harta, se lo arranca de un tirón.
Todo esto no ocurriría si la boga gritase.
No digo gritar palabras, hablo de un modesto aullido, de un gemido de bebé. Cualquier cosa. El menor sonido aterrador en la paz de la pesca dejaría los ríos y los mares vacíos de aficionados con cañas y boyas y campingás.
El hombre mata sin temor cuando no hay sonido posible en la víctima. Si el hombre fuera sordo mataría perros por placer. O si los perros fuesen mudos, es lo mismo.
A mí los peces me gustan en el agua templada del río o en el aceite hirviendo de la paella. Vivitos y coleando o crocantes y al limón.
Pero no puedo verlos en la transición de la vida a la muerte, no puedo verlos secarse mientras se mueven y agonizan, porque me imagino el dolor de esa última coreografía en la arena y se me representa el grito, ese grito mudo que no sale nunca de su boca abierta.