Petit Alzheimer
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Pausa

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Hay una versión más corta:
El mejor infarto de mi vida

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Esto empieza con unos versos. No hablo de este relato en particular, sino de la vida entera. «Entre el vivir y el soñar», decía Machado, «hay una tercera cosa: ¡adivínala!». Todos hemos rozado esta «tercera cosa» alguna vez: hay un momento al despertar, justo antes de abrir los ojos, que se parece a la demencia senil: sabemos que estamos vivos, que algo nos palpita adentro, pero no sabemos nada más. No hay una palabra en español para nombrar a este desconcierto, por eso lo bauticé con dos, una en francés y la otra en alemán: petit Alzheimer.

Me pasó por primera vez a los nueve años: me quedé a dormir en la casa de un amigo y cuando me desperté no reconocí la puerta, ni el olor de la cobija, ni el mes ni el año en el que estaba. La luz de la ventana me llegaba desde un ángulo infrecuente, los sonidos de la casa no eran familiares y no pude encontrar el ancla. Me gustó tanto ese rato de angustia que, en la adolescencia, empecé a buscarlo como se busca no a la novia sino a la sensación del primer beso. Quise provocar que me pasara más seguido esa tercera cosa entre el vivir y el soñar. Adivínala, me decía Machado al oído: ¡Adivínala!

En general todo el mundo prefiere las respuestas a las preguntas, por eso se venden mejor los libros de autoayuda que las novelas de misterio. A las personas les da tanto miedo el petit Alzheimer que necesitan salir enseguida de la duda: abren los ojos, enfocan, se incorporan… Yo debo tener algún trauma no resuelto, porque —al revés de lo esperable— disfruto la sensación de no saber. O mejor dicho: de no querer saber. Con los años aprendí a estirar la duda, a permanecer quieto en las sábanas con los ojos dóciles, a no moverme ni tragar saliva, a no indagar el contexto, a no enfocar el techo para que la incertidumbre no se escape.

Descubrí que solamente puedo engañar al cerebro cuando me despierto en un lugar imprevisto. A veces me pasa en vacaciones, otras veces cuando me acuesto en la cama ajena de un hotel, e incluso en mi propia cama cuando abro los ojos en una posición extraña. Pero sobre todo me pasa cuando vuelvo de una siesta esponjosa.

Hay mecanismos simples para convocar a esta perplejidad. Por ejemplo, hacer la siesta en un lugar poco frecuente de la casa: el sofá de los invitados, un rincón con sombra del patio… Mi mujer a veces se inquieta cuando va a buscar su cartera y me encuentra durmiendo en el armario, acuclillado junto a los abrigos. «¿Qué haces ahí?», me dice, «¡Me vas a matar de un susto! ¿Por qué coño no duermes por la noche y en la cama, como todo cristo?».

Yo le explico que estoy buscando la tercera cosa de Machado y que no es lo mismo dormir de noche que hacer la siesta, porque al sueño nocturno lo tenemos domesticado. Sabemos para qué sirve, a dónde está; nosotros lo buscamos y él aparece, leal y pesado como un san bernardo. En cambio la siesta es una gata de angora: llega lánguida cuando se le antoja, prefiere los sofás más que las camas y actúa como si nos hiciera un favor. La siesta, sigilosa, es una gran compañera para alcanzar el petit Alzheimer.

A mi hija también la incomodo a veces; sobre todo cuando vuelve de la escuela con amigas, para merendar, y me encuentra durmiendo la siesta en una colchoneta, abajo de la mesa de la cocina. Una tarde la escuché disculparse con sus compañeras de una manera que me tranquilizó: «No os preocupéis», les dijo, «mi padre es un poco latinoamericano».

Más allá de eso, mi petit Alzheimer no le hace mal a nadie. En la infancia, cuando este ruido blanco alcanzaba cinco segundos de duración, mis padres no se enteraban de nada. Después perfeccioné la técnica: en la adolescencia llegué a los quince segundos. Una mañana de la juventud estuve medio minuto -¡medio minuto!- sin saber quién era. Y a los treinta años, con mucha práctica, pude traspasar la frontera del minuto.

Ahora tengo más de cuarenta y puedo conseguir el petit Alzheimer cuando quiero y a la hora que se me antoja. Como en el resto de las actividades del ser humano (la guitarra, el sexo, hacer dinero o pilotar aviones), después de mucha práctica se consigue alguna pericia, o por lo menos un estilo propio. Suele decirse, con razón, que tras 10.000 horas de hacer algo -lo que sea- nos convertimos en expertos. Y yo lo que más hice en la vida fueron dos cosas: dormir y darle vergüenza a mis seres queridos.

Ahora, en mis largos momentos de petit Alzheimer me despierto de la siesta y consigo una especie de perfección. No recuerdo nada, no tengo pasado ni futuro. Nunca sé exactamente en qué año estoy, ni si acabo de despertar en mi casa de Buenos Aires o en la de Barcelona, ni si estoy en la época en que era flaco o en la época en que era gordo, ni si tengo dinero en el pantalón que hay a los pies de la cama, ni si ya nació mi hija o ya empecé a enojarme con sus novios, ni si conseguí publicar mi primer libro o me dedico a otra cosa.

Ni si la mujer que amo ya apareció en mi vida, ni si hay examen de historia y anoche no estudié, ni si tengo deudas peligrosas o si estoy llegando tarde a un viaje, ni si me queda la última raya en el papel o si eso ya no me importa, ni si hay una excursión escolar y debo saltar de la cama feliz, ni si mi padre ya se murió o sigue jugando al tenis, ni si me acordé de ponerle pasto y agua a los camellos, ni si el doctor ya me avisó que tengo cáncer o todavía puedo fumarme el último cigarro tranquilo.

Cuando me despierto de la siesta no sé si ya estoy muerto y puedo seguir durmiendo, o si acabo de nacer y debo recitar sin culpa los versos de Pessoa (porque esto empieza y termina con unos versos; no hablo de este relato en particular, sino de la vida entera). Siempre que salgo victorioso del petit Alzheimer murmuro un mantra portugués para despedir la siesta: No soy nada —me repito cada vez que abro los ojos—. Nunca seré nada. No puedo querer ser nada. Aparte de esto, tengo en mí todos los sueños del mundo.

Hernán Casciari