Entonces empezamos a evaluar cuándo se lo íbamos a decir. Yo quería que fuera rápido. Hay escenas de la vida que me dan pánico y quiero que pasen pronto. Nos habíamos separado en octubre y pasamos noviembre buscando el momento. Yo quería darle a mi hija la noticia a finales de diciembre.
—¿En Nochebuena? —me decía Cristina—. Va a relacionar siempre la Navidad con algo triste.
—¿Y una semana después?
—¡Eso sería Año Nuevo, no puede empezar el año con semejante noticia!
—¿Y después de Año Nuevo?
—¡Después vienen los Reyes Magos! —me decía Cristina.
—Entonces aprovechemos —decía yo— y digámosle que los Reyes son los padres y que los padres se separaron. Matamos dos pájaros de un tiro.
Cristina me miraba seria, no le gusta cuando hago chistes.
Me acuerdo de todas las noches que hablamos del asunto. Esperábamos a que Nina se durmiera y conversábamos en voz baja sobre cómo decirle.
La veíamos dormir, respirar fuerte, y era lo que más pena nos daba de la ruptura. Fue lo único que habíamos hecho bien: una hija sana y feliz.
Yo tenía programado un viaje a Sudamérica para dar unos recitales de cuentos, así que decidimos con Cristina que después de mi viaje se lo íbamos a decir. Nos pareció una decisión correcta.
Pero entonces pasó que, en medio de ese viaje, me dio un infarto agudo de miocardio en Uruguay y los doctores montevideanos no me dejaron volver a Barcelona. Fueron unas semanas muy extrañas porque, de repente, todos se habían enterado de la separación, menos mi hija Nina.
Entonces empecé a fantasear con contarle a mi hija por Skype. Pero Cristina me dijo que hay cosas que no se pueden decir a la distancia, y es verdad… Y así fue que las dos (madre e hija) cruzaron el océano para verme.
Dejamos pasar los Reyes Magos y un día de enero estábamos cenando con un montón de amigos y parientes en Buenos Aires. En un momento nos llevamos a Nina aparte. Nos pareció que la noche era perfecta para darle la noticia.
Cristina y yo estábamos nerviosos, sin saber cómo empezar. Yo fui a buscar un jugo y me senté en el sofá. Nina, en el medio. Nos hacíamos los boludos, como si quisiéramos confiar en una espontaneidad que no aparecía. Y yo le dije:
—Nina, Nina, queríamos decirte que mamá y yo estamos separados.
La frase retumbó en la habitación y me dio tristeza haberla dicho en voz alta. Nunca la había ensayado. Me di cuenta de que tendría que haber practicado frente al espejo, porque a la mitad de la frase se me llenaron los ojos de lágrimas.
Me acordé de una cosa que decía un escritor amigo: «Cuidado cuando pasás cerca de un chico, porque podés estar matando un mundo».
¿Quién era yo para decirle eso a mi hija, para darle esa noticia de mierda?
Nina no tardó ni dos segundos en hablar. Lo hizo automáticamente, casi pisando mi última sílaba. Me miró mi hija y me dijo:
—Sí, ya sabía.
Cristina y yo nos quedamos inmóviles. No lo podíamos creer. Le preguntamos si estaba triste y nos dijo que sí, pero que prefería que fuéramos amigos. A mí entonces me dio bronca que una chica de once años no hiciera escándalo ni pataleara; me había preparado durante dos meses para enfrentarme a sus lágrimas.
Le digo:
—¿No querés llorar un ratito? Es un momento importante, hija, alguien tendría que llorar.
Me miró primero, seria. Y después le dio risa el pedido. Así que nos reímos los tres un poco. Entonces Nina tomó jugo y Cristina le preguntó desde cuándo sabía que estábamos separados.
Y ella dijo:
—Desde mayo. Se les notaba mucho.
¡Desde mayo! Nosotros habíamos empezado a hablar de la separación a principios de septiembre, cuatro meses después.