Mi hemisferio derecho
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Prólogo de «Charlas con mi hemisferio derecho»
Charlas con mi hemisferio derecho

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Conocí a mi hemisferio derecho por casualidad, una tarde desesperada del año noventa y nueve. Mi vida entonces era un caos. Llevaba más de seis meses sin redactar un párrafo decente y estaba hecho un trapo; ya no sabía qué hacer con mi tristeza.

Fue el bloqueo literario más duradero de mi vida y la única vez que pensé, con terror, que quizá no había nacido para escribir.

Lo había intentado todo: empezar un cuento por el final, empezar una novela por el medio, dictarle estructuras narrativas a una grabadora, escribir drogado, escribir sobrio, escribir en bares, mantener una rutina de monje, escribir desnudo y de pie, redactar en olivettis viejas, en libretones, escribir con caligrafía de maestra rural; con cinco dedos, con tres dedos… No me funcionaba nada.

Un sábado ocurrió algo. Estaba mirando un documental del Discovery Channel con los ojos vacíos. Hablaban sobre los hemisferios del cerebro: el izquierdo es lógico y procesa de forma lineal —decía el locutor—; el derecho es holístico y procesa globalmente. No sé si las palabras fueron literales pero sí parecidas. Al escucharlas me saltó la alarma interna de un temporizador, como si muchos siglos antes yo hubiera puesto un sánguche al microondas y después me hubiese olvidado por completo de tener hambre. De pronto tuve una certeza: supe que mis hemisferios no se hablaban. Del mismo modo que mi abuelo Salvador y mi abuela Chola, que vivían juntos, pero no se hablaban.

No puedo explicar esto mejor. Por algún motivo, desde el inicio de mi crisis literaria yo estaba funcionando solamente con el hemisferio izquierdo. Hay gente que vive con un riñón, o con un brazo; pero ellos lo saben. Yo estaba viviendo con medio cerebro y no me había dado cuenta. 

Cuando en mi vida las cosas están en orden, dentro de mi cabeza hay una conversación permanente. Es un estado mental, una especie de ritmo. Camino hasta la heladera, abro la puerta, sopeso los productos. «¿Tenés ganas de que nos comamos este yogur, Jorgito?», dice una voz dentro de mí. «Y bueno, dale, pero pongámosle corazón de dulce de leche», dice otra voz. Así son, en general, los pensamientos del hombre común cuando la vida le sonríe. Cuando estamos en crisis, en cambio, el fluir de la conciencia es un monólogo oscuro. Caminamos a la heladera, abrimos la puerta y miramos el interior. «Dejá de comer yogur, gordo hijo de puta, tenés que escribir, tenés que escribir, hace medio año que no se te ocurre nada, vas a reventar como un sapo». Desde hacía unos cuantos meses yo solamente escuchaba esa voz. Ni noticias de la otra. ¿Era eso una crisis literaria?

Sobre la mesa había dos lapiceras, una negra y otra azul. Empuñé la negra, abrí un cuaderno y quise escribir con mi hemisferio derecho. Con el mudo, con el ausente. 

«A ver, ¿qué le pasa?», escribí.

La frase salió en mayúsculas. Eso me sorprendió. También la ausencia del tuteo. Me quedé mirando la hoja un segundo, sin respirar. El hemisferio derecho había hablado. 

Dejé sobre la mesa la lapicera negra y empuñé la azul. Escribí en minúsculas, con mi letra de siempre:

«No puedo escribir. Me siento y no me sale; lo que tengo para decir no es suficiente».

Me quedé quieto, sin pensar en nada. Mi mano soltó la lapicera azul y otra vez empuñó la negra. Yo no tenía la menor idea de lo que iba a escribir.

«¿Es solo una crisis creativa o esconde algo?», preguntó el hemisferio derecho, de nuevo en mayúsculas, y mi corazón empezó a latir muy fuerte.

*

Así empezó todo. Esto que cuento ocurrió el sábado seis de agosto del año noventa y nueve, a las cuatro de la tarde. Tres horas después oscurecía en Buenos Aires y yo había logrado escribir tres folios completos, por primera vez en muchos meses. Pregunta y respuesta. Mayúscula y minúscula. Negro y azul. Hemisferio derecho, hemisferio izquierdo. Y sobre todo: fui capaz de escribir la verdad. ¿A quién podía mentirle?

Fueron siete sesiones, todas en sábados consecutivos. Cada charla me llevaba más de una hora y acababa desgastado, inseguro, muchas veces enojado conmigo mismo, pero cada vez me sentía más lejos del pozo de la crisis.

Cada una de las partes de este libro comienza con una de estas sesiones, a las que más tarde bauticé como «literapéuticas». No constituyen ningún descubrimiento; son una manera más de soltar la mano para volver a la rutina de la escritura. Pero al mismo tiempo es un método mucho menos costoso que hacer terapia, y bastante más cómodo que soportar un taller literario.

Nunca más, después de aquellos siete sábados del año noventa y nueve, tuve un bloqueo tan bestia. Cuando algo fallaba, cuando de repente la hoja en blanco volvía a ponerme nervioso, me bastaba con leer aquellas charlas entre mis hemisferios para que las arterias volvieran a bombear tinta. 

Casi todos los cuentos y ensayos que componen este volumen fueron escritos en esos tiempos de finales del siglo veinte y principios del veintiuno. A muchos de ellos los publiqué en la primera época de mi blog, confundiéndolos adrede entre otros textos que narraba en directo. 

La mayoría nació en carpetas escritas a mano, cuadernos artesanales y libretas de los tiempos en que nadie iba ni venía con un iPad o una portátil bajo el brazo. Otros estuvieron años enteros en folios A4 con tinta seca de máquina de escribir y borrones de Liquid Paper. 

Orsai, mi blog, los recibió con gusto cuando mi vocación de cuaternófilo se convirtió en pulsión digital. Y los recibe también ahora en la editorial flamante que inauguramos este año.

Me alegra saber que estos cuentos y soliloquios regresan por fin al papel, al volumen clásico encuadernado y con olor a tinta. De algún modo es un homenaje secreto al horror de la página en blanco, a no saber qué decir ni a quién decírselo: ese monstruo de dos cabezas que nos atacaba a los muchachitos del siglo pasado, entre los veinte y los treinta años, cuando soñábamos con escribir.

Hernán Casciari