«Recuerdo del 2030», de Pedro Mairal
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Pausa

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100 covers de cuentos clásicos

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En esa época yo vivía en Maradona al 500, en Greenland, cerca de la vieja frontera con Brasil, una zona que alguna vez había sido un barrio cerrado, en los tiempos del hipercontrol. 

Andábamos todos con el chip metido dentro del omóplato derecho y la máquina lectora de posicio­namiento global sabía dónde estabas y cuál era tu in­forme exacto: tu ingreso, tus gustos de consumo, tu situación impositiva, tu correspondencia, tus amista­des, tu conducta, tus vínculos y todos tus movimien­tos a lo largo del día. 

Había un impuesto que se llamaba IOC (Impues­to del Organismo Central), pero lo llamábamos Im­puesto del Ojo Cerrado, porque había que pagar mensualmente para poder tener unos minutos dia­rios sin la cámara personal encendida. Yo pagaba 40 sures por mes y eso me daba diez minutos diarios de privacidad. Había gente que pagaba mucho más y podía hasta desactivar su localizador. 

Si te atrasabas con algún impuesto te anulaban acti­vidades. Te frenaban el ingreso al subte, o a restauran­tes de comida rápida, si tenías algún impuesto impa­go. Antes de darte la bandeja, los empleados te decían con una sonrisa: «¿Quiere regularizar su situación?». Pero no era una pregunta, era el aviso de que, si no lo hacías, no podías comer ahí. Ni hablar de cuando ibas a visitar a un familiar al Centro RS. 

En el Centro RS vivía el 45% de la población. Eran cárceles, pero las quisieron disfrazar con ese nombre pomposo de Centro de Reinserción Socio­cultural. Yo tenía un hermano ahí y lo iba a visitar el primer domingo de cada mes. Y si no tenía todo pago no podía ir. 

Con mi hermano tomábamos mate bajo el alero de su barraca. Estaba muy abrasilerado y a veces yo tenía que pedirle que me hablara despacio para entenderle. Me preguntaba mucho por mis hijas. Yo le contaba que estaban bien. 

Nunca le conté que mis hijas en esa época estaban adictas al Float. Cada una tenía su flotario de agua densa, todas entubadas, para expulsar y recibir líqui­dos y comida sin moverse. Vivían conectadas a la red constantemente, en su cápsula sin días ni noches. Me mandaban mensajes donde se las veía a cada una en su mejor momento. 

Las dos habían elegido su imagen de ese verano que pasamos en San Bernardino. Yo podía hablar con ellas y esa imagen en la pantalla me contestaba. Siempre decían que estaban bien y me hablaban con ese fondo de un atardecer de enero del 2015 que a veces fallaba y se pixelaba o se ligaba con otros men­sajes anteriores. 

A mí me salía 600 sures por mes el mantenimiento del Float. Y ellas no hacían otra cosa. Nunca le conté a mi hermano que un día las fui a sacar, que deam­bulé por los pabellones oscuros repletos de flotarios uno al lado del otro. No le conté que cuando abrí sus cápsulas mi hija mayor pesaba ciento treinta kilos y la menor ciento cuarenta, que casi no se podían mover, que las llevé a una de esas Granjas del Movimiento donde hacían rehabilitación para adictos al Float, y que cuando pudieron se escaparon. Yo me di cuenta recién cuando en mi resumen de gastos reaparecieron los consumos del Float. 

Era difícil hablar con mi hermano: no quería contarle que las cosas afuera del Centro no eran tan buenas como las pintaban. Y a la vez no podíamos hablar mal de Suárez porque en el Centro se regis­traba todo. Afuera, en voz baja se podía hablar mal de Suárez, pero ahí dentro era peligroso, sobre todo para él. Suárez ganaba las elecciones cada dos años, y sin fraude. Fue inamovible durante esas dos déca­das. Los presos en el Centro no podían votar, pero los que estaban libres votaban y no paraban de elegirlo a Suárez, desde el viejo México hasta la Patagonia. 

Yo me escapé la vez que me mandaron a dar una clase en Ciudad del Este, donde estaba la frontera blanda. Nos escapamos con otro profesor, al que des­pués mataron en San Pombo. Durante el almuerzo me robé un cuchillo tramontina y antes de las clases de la tarde nos fuimos caminando por el fondo del parque y no paramos más. Cada uno le sacó con el cuchillo al otro el chip que estaba metido casi dentro del hueso. Nunca nada me dolió tanto, pero la feli­cidad de sacármelo valió la pena. Estuvimos casi una semana cruzando la selva, temiendo que nos locali­zara el Organismo, pero después encontramos gente. 

Yo estuve en varios campamentos. De mi hermano y mis hijas no supe nada más. No sé si soy más feliz ahora, pero a veces cuando me rasco la espalda y me encuentro el agujero donde estaba el chip, por lo me­nos me siento libre.

Pedro Mairal
Una adaptación de Hernán Casciari