Por eso cuando Benjamín, un nene de nueve años, vio un perrito abandonado en la calle, se quedó duro: nunca había visto un perro de verdad, todo lo que sabía de los perros lo había leído en la enciclopedia.
El perrito estaba muerto de miedo, porque seguro se había escapado de la zona de vallas, y Benjamín lo metió en su mochila. En su casa le puso nombre, Rubí. No fue fácil convencer a sus padres, porque tener un animal estaba penado con cárcel. Pero los padres de Benjamín también estaban maravillados. Dejaban dormir al perro en la cama, lo adoraban y ti raban la caca a escondidas. Una noche Rubí se escapó al patio y empezó a ladrarle a un agujero en la tierra. Salió toda la familia corriendo a guardar al perro, y al otro día tuvieron que mentirles a los vecinos.
Hasta que un día pasó lo que temían: golpearon la puerta. Por suerte no era la Brigada, sino un tipo flaco, con túnica, que fue al grano: ya todo el barrio sabía que en la casa había un animal, y el perro tenía los días contados. O llegaba un agente del Gobierno a llevarse al perro y encarcelar al padre, o venía un traficante a robarles el perro y quizás hacer daño a alguien más. O… (tercera opción) podían venderle el perro a él, que trabajaba en un circo clandestino.
¡¿Un circo?! Los padres de Benjamín trataron de recordar. Les sonaba el nombre, a veces sus abuelos hablaban de eso. El flaquito de túnica les explicó qué era un circo, y les compró el animal por muy buena plata.
Los padres de Benjamín aceptaron, porque tener una mascota era, cada día, un peligro mayor. A pesar de la tristeza, la familia sintió alivio. Pero con el paso de las semanas empezaron a extrañar a Rubí. Y descubrieron algo: la vida, si era solo entre personas, estaba incompleta.
Un día, cuando no daban más de tristeza, por debajo de la puerta alguien deslizó un panfleto clandestino que decía: «¡Volvió el circo!».
El papel daba precisiones para llegar al espectáculo y advertía que, tras memorizar la dirección exacta de la carpa, había que destruir el panfleto.
Benjamín no podía creer que volvería a ver a Rubí.
Al día siguiente los tres tomaron un barco, bajaron en una isla y caminaron por una zona salvaje hasta llegar a la carpa. Una vez adentro, se encontraron con todo eso que nosotros todavía recordamos, pero que nadie en el futuro ha visto nunca: monos acróbatas, domadores de leones, osos bailarines, tigres de bengala saltando en aros de fuego. La gente aplaudía, gritaba y lloraba de emoción.
Hasta que, en un momento, el flaquito de túnica (al que ellos conocían muy bien) se paró en el centro de la pista y pidió un aplauso para recibir a «Rubí y el lago danzante», un nombre pomposo para bautizar a un perro que bailaba en una fuente de agua. Y ahí estaba Rubí, envuelto en un chal, con sombrero y anteojos oscuros de marco turquesa, haciendo el esfuerzo por mantenerse erguido sobre sus patas traseras.
Benjamín lloraba mirando a su perro. Pero no de emoción. Imaginaba lo que su mascota había sufrido para aprender a hacer esa idiotez. Pero nadie más que él lloraba. Cuando terminó el acto todos aplaudieron de pie esa humillación que los hombres hacían sobre los animales.
Después, tan pronto como el de túnica se fue con el perro, la familia sintió un vacío. Se apuraron a preguntar cuándo sería la próxima función, pero les dijeron que el circo se iba, a medianoche, antes de que la Brigada o los traficantes les cayeran encima.
La familia volvió, cabizbaja, sin saber si habían visto algo extraordinario o algo terrible. Cuando llegaron a casa, Benjamín se fue a llorar al patio, frente al pozo al que le ladraba Rubí en sus tiempos de mascota. Lloró y lloró, hasta que dentro del pozo Benjamín escuchó un ruido. Se secó las lágrimas, se agachó, y con la linterna del teléfono miró dentro del pozo.
Después entró a su casa, buscó una enciclopedia, le señaló al padre un dibujo y le preguntó qué era eso. El papá le dijo: «¿Eso? Era un topo. ¿Por qué preguntás?». Benjamín respondió: «No. Por nada».
Y después hizo un gran esfuerzo para que nadie, nunca, descubriera su felicidad.