Nene: si en vez de un juguete pedís una fugazeta con doble de queso,
¡Papá Noel te la lleva en moto a tu casa!
Nomás a la tarde ya se habían anotado cuarenta y dos padres. Incluso nos llaman por teléfono agradeciéndonos la idea, porque muchos —como excusa— ya les habían dicho a los hijos que Papá Noel había muerto en los disturbios del veinte de diciembre.
Ay, qué lindo es ver a los chicos otra vez con los ojos brillosos de ilusión, máxime si además nosotros podemos hacer una diferencia en plata. El problema vino el domingo, cuando tuvimos que explicarle al Zacarías cuál era su papel en el negocio:
—¡Ni en pedo! —gritaba el pobre, y se movía de un lado al otro del patio—. ¡Que vaya el Caio!
—Claudio es muy petiso, papá —le explicaba el Nacho—. Imagináte al Caio de rojo y con barba… En vez de Papá Noel va a parecer Papá Pitufo.
—La puta que te parió —le gritaba el Caio al hermano.
—Yo tengo una reputación en el barrio —seguía excusándose el Zacarías—. No puedo ir en moto disfrazado de Papá Noel. Es humillante, Nachito.
—¿Qué reputación tenés, aparte de borracho? —le digo yo—. Que yo sepa es la única.
—Además no habría que ponerte ni el almohadón en la panza —le dice la Sofi, palmeándole la buzarda al padre—. Lo que sí, habría que hacerte un gorro a medida.
—Que me digan borracho pase. ¡Pero cabezón no soy!
Ay, cómo nos costaba aguantarnos la risa. Lo mirábamos al pobre Zacarías ir y venir por el patio, sabiendo que no tenía excusa, que aunque pataleara y pataleara lo primero es el negocio, y nos mordíamos para no soltar la carcajada.
—No, no —decía mi marido, implorando con los ojos—. No me hagan esto. La gente del club va a estar en la calle. Este es un trabajo para mi papá, no para mí.
—El abuelo está en Milán y según la tarjeta que nos mandó vuelve el treinta y uno —descartaba el Nacho—. El Caio y la Sofi no dan el tipo, mamá y yo vamos a estar en la cocina. La Negra Cabeza tiene el día libre… Quedás vos solamente, viejo. Si querés anulamos todo y nos perdemos… —el Nacho finge hacer unas cuentas mentales— unos mil quinientos pesos. En una noche.
El Zacarías abre los ojos como el dos de oro.
—¿Esa plata haríamos? —dice—. Es buena guita…
—¿Entonces lo hacés? —pregunto yo, aguantando la risa.
—Qué sé yo —dice el Zacarías mordiéndose el labio—. Y dale…, al final es solamente disfrazarse, y es de noche.
—No es solamente disfrazarse —mete púa la Sofi—. Tenés que ir en la motito gritando «ho ho ho».
Y entonces ya no pudimos aguantar. Hasta el Cantinflas parecía que se cagaba de la risa. El Zacarías se metió puteando para adentro, seguro que para pedirle explicaciones al Dios del techo. Y yo me puse a coser el traje rojo. Jamás pensé que mi marido, tan secote como es, podía ser capaz de hacer feliz a tanto chico necesitado.