Salsa rosa
3m

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Seis meses haciéndome el loco

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Cuando yo era niño, mi madre se pasaba las tardes oyendo lo que pasaba en la casa de al lado. Ponía un vaso contra la pared y luego la oreja en la base, para amplificar las intimidades de los vecinos. Para mi madre no había mejor culebrón que lo que ocurría en la familia Ezquerro. La recuerdo sentada en una silla, con los guantes de lavar puestos, oyendo las miserias ajenas con los ojos cerrados. Si yo la perturbaba con preguntas, o la desconcentraba de su tarea de espía doméstica, me daba un vaso plegable y me decía: «Venga, Xavi, vete a tu cuarto a escuchar lo que está haciendo tu vecinito».

A la hora de la cena, mi madre traía la carne estofada a la mesa, se sentaba en la cabecera, daba las gracias a Dios por los alimentos y le contaba a mi padre, con lujo de detalles, lo que había ocurrido en la casa de los Ezquerro durante el día.

La señora Ezquerro, según mi madre, lloraba por los rincones a causa de que su esposo era un zascandil. La hija mayor de los Ezquerro, según mi madre, metía a su novio en la habitación cuando los padres se ausentaban y se oían gemidos. El hijo menor de los Ezquerro, según mi madre, mantenía relaciones íntimas con la perra pequinesa de la familia. La empleada de los Ezquerro, según mi madre, robaba las alhajas de la señora y se las vendía a un rumano. Etcétera.

Mi padre no escuchaba a mi madre. Bueno, en realidad sí la escuchaba, pero no le prestaba atención. Los cotilleos de mi madre eran como los vómitos en un viaje en barco: un mal necesario que indicaba que todavía no nos habíamos ahogado.

Yo tampoco prestaba atención a mi madre, pero no tenía la opción de irme de casa todo el santo día para descansar de ella, como hacía mi padre. Yo debía soportarla horas enteras contándome la vida y la obra de los Ezquerro.

Una tarde llegó mi padre a casa harto de todo; harto de mi madre y de sus conversaciones nocturnas, harto de la rutina tediosa de las cenas, y harto de la familia que le había tocado. Mi padre le puso punto y final a todo aquello.

Nos compró una televisión.

Con la llegada de la tele, mi madre dejó de espiar a la familia Ezquerro y comenzó a interesarse por las mezquindades de la gente famosa. Supo entonces qué hacían debajo de las sábanas los hermanastros de los toreros, dónde escondían las bragas sucias las cuñadas de las folklóricas, a quién le ponían los cuernos las hermanas de los cómicos y dónde ocurrían los revolcones de las modelos con los dueños de la banca.

Yo pensé que por fin me había librado de mi mala suerte de hijo único, pero no fue así.

Como ahora el vaso ya no le hacía falta para espiar, mi madre comenzó a llenarlo de whisky desde las tres de la tarde hasta el comienzo de los informativos de las ocho. Entonces, si yo la perturbaba con preguntas o la distraía de su tarea de espectadora cotilla, me decía:

—Xavi, ve a la pared del comedor a oír qué programa están viendo los Ezquerro. Y de paso me traes el carajillo de la cocina.

A veces, cuando me vienen estos recuerdos, pienso que estar aquí encerrado acabará siendo una bendición.

Xavi L.
(Personaje de una novela de H. Casciari)