La mujer tiene cuarenta y cuatro años; le revisé el bolso para asegurarme (porque ella dice treinta y seis) y gracias a ese pequeño pecado de detective descubrí algunas otras cosas, como que se llama «Cabeza, Silvia Lorena» y lo que es peor: es paraguaya. «¡Mi hijo con una paraguaya!», pensé, y se me vino el alma al suelo. No es que yo sea racista, pero todos los de Sudamérica —sacando a los que hablan de vos— son un poco dejados, se les caen los dientes antes de tiempo, se drogan y toman el mate casi frío. Y eso para no hablar del olor que tienen, igualito al olor de la parte de atrás de los minimercados… Yo voy a tener que hablar muy seriamente con el Caio de geografía, para hacerle abrir los ojos con respecto a los defectos de nuestros hermanos más limítrofes. ¡Ay! Mientras escribo esto, escucho las carcajadas (ahora sé que son en guaraní) de la Negra Cabeza y las risotadas enfermas de mi hijo, los dos chapoteando en la pelopincho, y se me frunce el corazón de tristeza.