Sesenta mil pesos argentinos
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Pausa

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Una playlist de 125 cuentos

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A los doce o trece años yo estaba tan obsesionado con escribir, con ser escritor, que mi viejo habló con un amigo que dirigía un diario en Mercedes y le pidió por favor que me diera trabajo para que yo no rompiera los huevos.

Fue así como a los trece años empecé a cubrir la liga de básquet para el diario de mi pueblo. Eran crónicas semanales, muy cortas, donde yo explicaba el trámite del partido, los mayores anotadores y las incidencias más importantes. Tomaba nota a mano en la cancha, escribía el artículo a máquina en casa —letra por letra, usando solamente dos dedos, igual que ahora— y caminaba después las cuatro cuadras hasta la redacción del diario; iba lleno de nervios, ilusionado y feliz.

«Ahí viene el gordito», decían los muchachos de la imprenta que estaban llenos de tinta hasta las orejas. Yo entraba y quería actuar con naturalidad, pero el corazón se me salía por la boca cada sábado, cada vez que entregaba mi crónica semanal.

Le dejaba la hoja llena de palabras a la secretaria, y veía cómo la hoja pasaba de su mano a la mano del corrector de bigotes, y después a la mano de los imprenteros. Y ahí comenzaba el milagro. En el diario El Oeste me pagaban sesenta mil pesos argentinos por cada crónica; eso me alcanzaba para cuatro alfajores y dos Naranjú. Pero la verdad, la verdad de todo, era que al día siguiente mis palabras impresas estaban en el papel. Esa era la paga.

Los domingos yo casi no dormía esperando que el diario llegara por abajo de la puerta. Cuando veía mi crónica, con mi firma abajo, me parecía un milagro. Como promediaba la década de los ochenta, llegué justo a tiempo para oler cómo se hacían los periódicos antes de la era digital.

Conocí las redacciones antiguas, donde no había computadoras, sino Olivettis de carro ancho; entré a las salas de revelado; conocí el sonido de las viejas Garaventa cuando se atascaban; y, sobre todo, por suerte, fui contemporáneo de tres oficios que ya desaparecieron para siempre: el linotipista, el tipógrafo y el estereotipista.

No dejé nunca de hacer eso (que también es lo que hago ahora), y por alguna razón secreta nunca, en todos estos años, que ya son un montón, dejé de divertirme ni de emocionarme a la hora de escribir.

O, mejor dicho: a la hora de saber que lo que escribo está siendo leído o escuchado por otros, en alguna parte, lejos de mí. Es extraño contar todo esto ahora y de este modo, dictándole la historia a una computadora y leyéndolo después en televisión.

Es extraño saber que ahora mismo, en dos minutos, yo si quiero pulso un botón de la compu y ustedes tienen mis palabras en casa o en la oficina, en Montevideo, en Veracruz, en Sevilla, sin que nadie se haya manchado las manos de tinta, sin carteros, sin tipógrafos, sin esfuerzo.

No pasó tanto tiempo, solamente pasaron treinta y cinco, cuarenta años, entre una cosa y la otra. No hay mucha diferencia entre el chico de campo que escribía a máquina para un diario de su pueblo y este que soy ahora, el que dicta este párrafo en su casa o el que después lo lee en la tele.

El chico de entonces, el gordito, aquel que caminaba las cuatro cuadras con el corazón en la boca y el texto nuevo en las manos, el que deseaba que la vida futura estuviera llena de cuentos y de palabras, yo creo que ya puede dormir tranquilo.

Igual, mucho más tarde descubrí que esos sesenta mil pesos argentinos que me pagaban en el diario, en realidad, se los daba mi papá al dueño del diario. No me los pagaba el diario. Era Roberto Casciari el que ponía la plata para que a mí me diera la impresión de estar trabajando de lo que más me gustaba.

A veces, de noche, siento que esto que hago ahora, escribir libros o leer cuentos en la tele, no me lo pagan los lectores, ni Telefe, sino mi propia familia. A veces pienso que es mi viejo el que pone la plata para que yo me divierta con lo que me gusta.

Y si fuera así, yo prefiero seguir haciéndome el boludo.

Hernán Casciari