Todo empezó ayer a la tarde: la Negra Cabeza llamó a eso de las seis diciendo que está con varicela y que no podía venir a hacer el reparto en moto de las pizzas. El segundo en la lista siempre es el Caio, pero el chico tenía sus razones para negarse: «Si la Negra está con varicela lo más probable es que yo también, porque creo que las enfermedades se contagian cogiendo de parado, y ayer cogimos en un zaguán», me dijo, y se autoencerró en cuarentena en la pieza con una bolsa de marihuana terapéutica. Terapéutica según él. Se estaba haciendo la noche y no le encontrábamos solución al problema del reparto. La Sofi no puede andar por ahí en moto porque es menor; el Nacho tenía que cubrir al Caio para atender los pedidos del teléfono; Zacarías ocupaba el lugar del Nacho en el horno; y a mí me tocaba encargarme de la salsa y la atención de mostrador. «¡La puta madre —bufé a eso de las ocho—, no nos queda ninguno para el reparto en moto!»
—¿Cóme que nessuno, e ío que sonno, verduritta? —dijo entonces don Américo, apareciéndose desde atrás de la cortina con el casco ya incrustado en la cabeza y dos broches de la ropa en las botamangas de los pantalones. Nos quedamos todos con la boca abierta, mirándolo.
—¿Usted en moto, papá? —dudó el Zacarías, pero solo fue un instante. Enseguida cerró los ojos y tomó la decisión que ahora lo llena de angustia—: Bah, si no queda otra… Vaya usted, papá, pero ande despacio.
Don Américo salió con el primer pedido. Dos docenas de empanadas. Un viaje corto al barrio del parque. Y no volvió más.
A las dos horas ya teníamos treinta y cinco reclamos en el contestador, dos docenas de pizzas frías esperando y cuatro clientes que habían llamado para darse de baja del servicio.
¿Y mi suegro? Desaparecido en combate, corazones. En ese momento no sabíamos si preocuparnos por el abuelo o por el negocio. Pero las cosas iban a empeorar. El reloj siguió girando, dale que te dale, y a la medianoche nos olvidamos del desastre económico. Nacho llamó al Hospital Dubarry y a la Clínica Cruz Azul. Yo llamé después a la policía y a la Regional XIII, por si había habido algún accidente, Dios no lo permita. Zacarías, a los bomberos. Nada. En Mercedes no había pasado nada, ni medio choque, ni un raspón de bicicleta contra un auto estacionado. A la una de la madrugada Zacarías, desinflado, se desparramó en la mesa y hundió la cabeza entre los brazos, culpándose:
—Yo lo dejé ir —gemía—, y ahora está muerto… ¡me merezco quedarme huérfano por pelotudo! ¡Papáaaa!
La Sofi cortó el llanto del Zacarías con la segunda noticia infausta de la noche:
—¡Mamá! —dijo, desde el garage—. ¡El Caio tampoco está en su pieza! —y al segundo completó la frase, jadeando y trayendo una bolsita de plástico en la mano—: Además está la bolsa de marihuana terapéutica vacía y falta la otra moto…
¡Estos dos se fueron juntos!
Nos quedamos helados. Sin respiración. Todos pensábamos lo mismo: drogas, dos motos, un anciano, un imbécil… esos cuatro ingredientes conforman un cóctel fatal. Me persigné en silencio. Mi marido, enajenado, giraba la cabeza de un costado al otro de la pizzería, sin decir ni mu, como un ventilador de pie enloquecido.
Ahora son casi las cinco de la mañana. Ya dimos vueltas por el barrio, ya volvimos a casa, ya no sabemos qué carajo hacer. El Zacarías acaba de resumir nuestra angustia con su habitual parquedad de palabras:
—Perder un padre es ley de vida —me dice—, perder a un hijo como el Caio es ley de gravedad… pero perder las motos, carajo… ¡las dos motos…!