Se cruzaron frente a una florería. La vereda estaba húmeda; él pudo sentir el perfume de las rosas. Ella llevaba un suéter blanco y un sobre en la mano derecha, como si estuviera yendo a entregar una carta en persona. Lucas se fijó en sus ojos cansados. Capaz se había pasado la noche escribiendo, pensó. Por ahí en ese sobre estaban guardados todos sus secretos.
La chica siguió de largo. Lucas dio algunos pasos más y cuando giró la cabeza ella se había perdido entre la gente. «¿Por qué no le hablé? ¡No puedo ser tan imbécil!», se repetía mientras se alejaba.
Y al doblar en la esquina supo exactamente qué tendría que haber hecho. Se tendría que haber acercado a ella y haberle pedido permiso para contarle una historia. Una historia que empezaba con «Había una vez» y que terminaba con «Qué historia triste, ¿no?».
La historia decía así:
Había una vez un chico y una chica. No se conocían. Ella tenía dieciséis; él diecisiete. No eran lindos ni se sentían especiales, pero sabían, con todo su corazón, que en alguna parte del mundo vivía la persona perfecta para cada uno. Creían en ese milagro. Y el milagro sucedió.
Un día los dos se encontraron en un pasaje de la ciudad. Él le dijo: «Es totalmente increíble lo que te voy a decir, pero te juro que te estuve buscando toda la vida. Por ahí pensás que estoy loco, y capaz que tenés razón, pero sos la chica perfecta para mí». Ella sonrió y dijo: «Y vos sos el chico perfecto para mí. Sos como te imaginé, en cada detalle».
Después se sentaron en un bar, se agarraron las manos y se contaron sus historias hasta que se hizo de noche. Ya no estaban solos. Se miraban alucinados. Era un milagro del universo. Sin embargo, una pequeña duda los sorprendió de golpe.
«¿Está bien que los sueños se cumplan, así, tan fácil?», se preguntaron. «¿No habrá trampa en todo esto?». Y entonces el chico dijo: «Vamos a probar una cosa: vamos a separarnos, ahora. Y si realmente estamos predestinados, entonces nos vamos a encontrar de nuevo. Y cuando pase, nos vamos a vivir juntos, ¿cómo lo ves?». Y la chica dijo: «Me parece perfecto, eso es lo que tenemos que hacer». Y se despidieron. Y cada uno retomó su camino.
No eran conscientes del error que acababan de cometer, pero eran jóvenes, eran crédulos, y el destino los iba a golpear sin piedad. Un invierno feroz los dos se enfermaron de una gripe horrible. Pasaron semanas enteras entre la vida y la muerte, y cuando por fin se recuperaron no se acordaban nada. Habían perdido la memoria.
No fue fácil, pero pudieron rearmar sus vidas. Consiguieron buenos trabajos, hicieron nuevos amigos, experimentaron otra vez el amor, aunque nunca con la misma intensidad. El tiempo pasó y un día el chico tuvo treinta y uno, y la chica treinta.
Una hermosa mañana de abril, mientras los dos caminaban por una callecita de la ciudad, se cruzaron justo en mitad de cuadra, frente a una florería. La calle estaba húmeda. Ella llevaba un sobre en la mano. Él iba a buscar un café para arrancar el día. Mientras respiraban el perfume a rosas, se miraron.
Algo se activó en sus memorias perdidas, con el destello de una luz tenue. Una corazonada breve retumbó en sus pechos. Y entonces lo supieron: «Es la persona perfecta para mí», pensaron a dúo.
Pero sus recuerdos eran demasiado débiles y ellos además no tenían la misma energía, ni tampoco la misma claridad de la adolescencia. Y no se dijeron nada, ni una palabra. Cada cual siguió su camino y desaparecieron entre la gente. Nunca más se volvieron a ver. Qué historia triste, ¿no?
«Sí, eso es lo que tendría que haberle dicho», pensó Lucas. Pero era demasiado tarde. Las mejores ideas siempre se nos ocurren demasiado tarde.