—Clau, ¿y vos pensás que hay algo más allá? —decía la Sofi, aunque la conversación seguro que venía de antes.
—Claro boluda —decía él—, está el terrenito de la vieja Monforte, y después están las vías.
—No, pajerto, cuando nos muramos —dice la Sofi—. ¿Vos pensás que hay un Dios y todo eso?
—Nooo —susurra el Caio—… Y aunque haya, ¿vos viste cómo cierran los cajones de los muertos?
—¿Cómo los cierran?
—Los clavan… Y después los sueldan, por el olor. Aunque haya algo después de la muerte, no podés salir ni de pedo de ahí adentro. A no ser que los parientes te pongan algo para hacer de palanca.
El Zacarías me mira, como diciendo «qué chico pelotudo».
Pero yo le hago silencio con el dedo, porque me encanta cuando los chicos hablan en vez de pelearse.
—Yo creo que sí hay Dios —susurra la Sofi—… ¿Vos no creés en el alma ni nada?
—En el alma sí que creo, pero en Dios no —asegura el Caio.
—Tenemos alma, ¿no cierto Clau? Aunque no la podamos ver…
—Claro que tenemos… Cuando tenés acidez lo que te duele es el alma, porque no es ni la panza ni la garganta. Es algo en el medio, que debe ser el alma.
Me tapo la boca. Las cosas que dice el Caio me dan risa. No sé por qué.
—Yo nunca tuve acidez —confiesa la Sofi.
—Las chicas no tienen alma ni tienen acidez —le explica el hermano—, porque son cosas que se te aparecen en los eructos y en los pedos. El alma es algo que vos la ves venir, pero que no la podés tocar, como los autos de la ruta. Por eso se encandilan los perros de la ruta.
—A mí me da miedo de que se mueran mamá y papá, Clau, ¿vos no pensaste nunca en eso?
—Sí, y me agarra una cosa acá… —Zacarías baja la vista; me mira serio—. Como un retorcijón, ¿no? A mí también…
—Me agarra la sensación de que hay que empezar a trabajar, y es una cagada eso.
—Y no solamente trabajar —dice la Sofi—. ¿No pensás que es todo inútil? ¿Que después también nos vamos a morir vos y yo y nadie se va a acordar que estábamos?
—El que primero se va a morir seguro es el Nonno, que es el más viejo…
—¡E una merda! —susurra don Américo sacando la cabeza por la ventana de su pieza. Se ve que también los estaba oyendo escondido.
—Abuelo, ¿estás despierto? —le dice el Caio—. Vení con nosotros, dale, que estamos hablando acá afuera y la noche está bárbara…
—¿Tené porro? —pregunta el Nonno. —Sí, me queda la tuca. Don Américo salta por la ventana en piyama, con una agilidad de gato joven, y se tira boca arriba con sus nietos, en el pasto fresco.
—Estamos mirando las estrellas —dice el Caio—. Hoy hay como diez mil, más o menos.
—É bela cuesta notte, vero —susurra don Américo.
—A mí las noches así me ponen triste, Nonno —dice la Sofi, acurrucándose en el pecho de su abuelo.
—La Sofi dice que hay Dios —retoma el Caio, y los dos se quedan mirando al anciano, esperando una confirmación o una negación de esa posibilidad.
—Sempre non… Dío volta e volta estáno durmiendo —explica don Américo, categórico—. Ma cuesta notte está acuí.
—¿Acá? ¿Adónde? —pregunta el Caio mirando para los costados.
—Dío é dove cualcuno parla di Lui —dice el Nonno.
—¿Cómo? —pregunta la Sofi, que de italiano no caza una.
—«Dios está ahí donde alguien hable de él» —le traduce el Caio a su hermana.
—Bene, bambino —aprueba el Nonno acariciándole la cabeza al Claudio.
—Qué linda frase —se alegra la Sofi—… ¿Y cómo sabemos que está?
—Perque susurramo —dice el Nonno, hablando todavía más bajito—. ¿No ve bambina questamo susurrando sensa rachone nenguna?
—Sí… —susurra la Sofi.
—E susurramo perque Dío está con nosotro.
El Zacarías y yo, ya muertos de sueño, cerramos la persiana con la sensación de que los chicos, esta noche, quedan en buenas manos.
Nos metemos abajo de la cobija; cerramos los ojos. Sin querer, seguimos oyendo los susurros de la familia en el patio, cada vez más lejanos, mientras nos va llevando el sueño.
El ruido del ventilador nos adormece, el olor suavecito del fují vape… Hay algunas noches de verano —no muchas, la verdad— que en esta casa se respira filosofía.
Parece mentira, pero es así.