—Tenés suerte, gordo, podés tocar una teta cuando quieras.
Pero no me lo dijo en chiste, me lo dijo en serio, con respeto.
Esa mañana yo tenía siete años y estaba enamorado de Paola Soto. A la tarde volví a mi casa, me miré en el espejo grande y me pregunté cómo era posible tener más tetas que el amor de mi vida.
Paola Soto también tenía siete años y por supuesto no tenía tetas, pero tampoco le hacía falta. Tenía algo mucho más sutil. Tenía, para mi gusto, la mejor risa de toda la escuela. Y a mí me costaba una bocha hacerla reír. Yo le hacía una cara, muy graciosa, y ella no se reía. Con cualquiera de mis morisquetas yo conseguía desmayar de la risa a mis compañeros varones, pero a ella no.
Una vez, de pedo, logré sacarle una media sonrisa con algo que le dije, no me acuerdo qué; fue una sonrisa breve, hermosa, pero enseguida volvió a ponerse seria. Entonces supe, por primera vez, que tenía que mejorar mis argumentos. No la había hecho reír con morisquetas, fue con palabras. Supe que para hacer reír a Paola Soto había que esforzarse.
Y también supe que ese iba a ser el único esfuerzo que yo estaba dispuesto a hacer en toda la vida.
Me ayudó mucho que desde los siete años tuve tetas, porque esa es la otra parte de la historia. Mis nuevos compañeros (de siete, ocho años, los que después iban a ser mis amigos) se desesperaban, en esa época, por ver una teta, por tocar una teta, por acariciar la suavidad tersa de una carne humana terminada en un pezón.
Y yo estaba ahí. Yo estaba ahí, turgente, en el tercer banco de sus expectativas. Yo estaba ahí, amistoso, disponible, unisex. Entonces supe que yo tenía que ser comediante o víctima. No había otra opción. Tenía que ser gracioso, punzante, certero, o si no tenía que dejarme manosear en los baños hasta el final de la secundaria.
Era una cosa o la otra.
Por eso, la primera vez que Diego Caprio me hizo una propuesta de canje muy polémica en un recreo fue, posiblemente, el momento más importante de mi infancia. Me dijo, Diego Caprio, adelante de todos, en el recreo largo:
—Si me dejás que te toque una teta, te doy este sánguche.
Y me mostró un pebete riquísimo. El mejor pebete que yo vi en mi vida. Tenía la crostita tostada arriba, y le daban los rayos del sol. Doble de queso fundido, jamón crudo. El jamón crudo parecía dos labios que me decían: «Dejate tocar la teta, qué te cuesta…»
Ser comediante o víctima durante doce años. Todo dependía de mi respuesta. Y entonces lo miré a Diego Caprio, de una punta a la otra del patio, y le contesté:
—Si me traés almóndigas, te dejo que me agarrés fuerte el pito.
No fue un gran chiste, pero a esa edad todos se cagan de risa con la palabra almóndigas, funciona la palabra almóndigas, es un argumento de la comedia. Diego Caprio se rio, se rio mucho y se olvidó del canje. Todos en el patio se rieron. Diego partió el sánguche al medio y me dio la mejor parte sin pedirme nada a cambio. Y fueron doce años maravillosos los que pasé en esa escuela. Y ni siquiera fue lo más importante que pasó esa mañana.
También pasó algo que no esperaba. Cuando dije «almóndigas», y cuando dije «pito», en ese retruque infantil tan básico, Paola Soto bajó la vista, se puso colorada de vergüenza y después se rió, se rió con la boca enorme, iluminando el patio. Fue la primera vez que la hice reír a carcajadas. Y no fue con muecas. Fue con palabras, con la palabra «almóndiga».
Al día siguiente, cuando la vi en el patio, le dije:
—Paola, bayonesa—. Y se volvió a reír.
Y a la semana ya estaba canchero, cuando la vi de lejos, le grité:
—Paola, muñuelito—. ¡Y se cagaba de la risa! La hice reír toda la primaria.
Yo creo que, si no hubiera pasado eso, posiblemente yo hoy sería un escritor serio, y no estaría leyendo cuentos tan tarde, todo maquillado, en la televisión.