El periodista le estaba poniendo el micrófono en la boca a la madre del chico muerto. Yo estaba almorzando y esperaba el discurso de siempre: me preparé para el nudo en la garganta y la empatía con aquella pobre mujer que, en diez segundos, iba a empezar a gritar la palabra justicia, justicia por mi hijo, justicia… tres veces, seis veces.
Pero no pasó eso. Fue sorprendente. La madre del chico muerto miró la cámara y le habló al otro chico, al que se había fugado en el auto. Al asesino del volante. Le dijo que ella lo perdonaba, y que ojalá ese perdón le sirviera (al que se escapó) para dormir mejor por las noches. Dijo la mujer que debía de ser horrible, para un muchacho, matar sin querer a otro.
Y les pidió a los jueces que tuvieran compasión.
¡Yo no lo podía creer!
Hay más gritos que palabras en los noticieros, y aquella mujer se perdió muy pronto en el maremoto de otras mil noticias, todas más sangrientas y menos redentoras. Aquella mujer quedó relegada, al día siguiente nadie se acordaba.
Yo nunca volví a escuchar, hasta esta semana, a nadie perdonar en caliente. Pasó de nuevo el martes pasado. Otra vez yo almorzaba y no lo podía creer. Esta vez fue en Andalucía.
La madre de un tal Juan Fernando Martínez, un chico de dieciocho años apuñalado en Sevilla por otra banda de adolescentes, le decía al cronista de televisión española: «Prefiero mi situación a la que deben de estar pasando las madres de los que mataron a mi hijo. Prefiero su muerte a que él hubiera matado a alguien».
La cara de esta mujer estaba en paz, como aquella otra madre de Buenos Aires. Su gesto era un gesto sereno.
Y el padre del chico, al lado de su esposa, asentía cada palabra que decía su mujer. Él también habló, aunque la voz le temblaba mucho. Dijo el padre: «Tendrías que haber visto la expresión de mi hijo muerto, porque, para haber sido una muerte violenta, Juan tenía cara de paz, de sosiego, era una cara que no habría tenido si hubiera muerto con odio… Estamos seguros de que Juan también los perdonó».
La esposa lo interrumpió y dijo: «Sabemos que sus madres están deshechas y pensamos mucho en ellas, en cómo deben de sentirse al saber que sus hijos han causado tanto daño». ¡Rarísimo!
Son tiempos de perdón muy escaso. Casi nadie perdona.
La violencia se multiplica, y la prensa olfatea el sufrimiento y pone los micrófonos en el epicentro del dolor.
En cualquier parte del mundo, no solamente acá, en Argentina…
La inseguridad está acurrucada en la sombra de la siguiente vereda, y los micrófonos también están acurrucados, esperando la primera bocanada de odio para meterse en la garganta del que sufre.
Las madres de las víctimas son un plato fuerte. Siempre. No es únicamente acá, es en todas partes. La madre encorvada del chico muerto a balazos en un fuego cruzado de México, el padre de la nena violada en el jardín de infantes en Francia, la estrella mediática que perdió al amigo y pide balazos.
Todos hablan con el dolor en la mano, con la razón apagada, cuando les ponen un altavoz en la boca seis minutos después de la herida mortal.
Y el perdón es escasísimo, la compasión no llega nunca.
Pero cuando llega (esas contadas veces en que llega), siempre es una madre. Una madre poniéndose en los zapatos de otra.