«Todo movimiento es cacería», de María Teresa Andruetto
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Pausa

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Eran tres amigas de la secundaria que, cuando cum­plieron cuarenta, se asociaron para abrir un «servicio de acompañantes gordas». Las tres habían militado en movimientos de mujeres y era esto, más que nada, lo que le daba el principal sustento al emprendimiento. De hecho, el servicio de acompañantes funcionaba como excusa. Atrás de la idea ellas habían armado un club súper exclusivo (con ritos de iniciación) al que solo podían acceder mujeres de talles grandes. 

Entre otras cosas, el club contaba con sauna, salón de belleza y sala de masajes, aunque lo más importan­te era el restaurante. Antes de emprender la aventura, las tres amigas habían viajado mucho y habían apren­dido todo tipo de recetas exóticas y especiales. 

Mientras armaban el club, habían confeccionado un riguroso plan para engordar. Hacía rato que las tres se habían liberado del mandato de las dietas y la tiranía de los cuerpos perfectos, y habían empezado a deleitarse con todo tipo de platos sibaritas. Pero subir de peso no fue tan fácil como esperaban. En un par de meses habían engordado treinta kilos, pero desde ahí se habían estancado. 

Para engordar como querían probaron, sin resulta­do, todo tipo de fórmulas (avellanas y miel en el al­muerzo; trufas y bombones de licor a la noche), hasta que consiguieron unas carnes especiales de cacería. El hallazgo fue milagroso, porque no solo cada una consiguió sumar treinta kilos más en poco tiempo, sino que además lograron un extraño grado de be­lleza. Llamaron al plato «carnes rojas de cacería a las finas hierbas», aunque entre ellas le decían «el manjar prohibido». Fue, por supuesto, la estrella del menú. 

Al día siguiente pusieron un aviso en el diario que decía: «Acompañantes gordas. Gordas dispuestas a todo». Y dieron el club por inaugurado. El teléfono empezó a sonar. Una mañana recibieron el llamado de un tipo pidiendo una mujer gorda. Una de ellas se ocupó de atenderlo. 

Como siempre, antes de concertar una cita, some­tían al interesado a un cuestionario para estar seguras de con quién trataban. Este se reveló como un candi­dato ideal. Su esposa lo sometía a una vida saludable de gimnasios y dietas, y él estaba harto. Necesitaba probar algo distinto. Por eso buscaba una gorda. No para acostarse con ella: para verla comer. 

Se citaron en la Confitería del Molino. Ella llegó puntual y pidió un té. Él llegó cinco minutos más tarde, y la reconoció enseguida. Se sentó en otra mesa y le mandó un mensaje de WhatsApp: «Quiero que pidas una porción de milhojas y te la comas toda». Ella obedeció. Y él la miró excitado. Le encantaba cómo se pasaba la lengua por los labios, la forma en la que chupaba el dulce de leche. «Ahora quiero que comas con las manos, que te chupes los dedos, y me mires». Y ella le hizo caso. 

En un momento, él le pidió que fuera al baño y se quitara la faja, porque no le gustaban las gordas atadas. Desde el baño, ella le mandó una foto de sus pezones desnudos y le suplicó: «Lleváme a algún lado para que estemos solos». Cuando volvió a la mesa, él se acercó y le dijo al oído: «Oíme, gorda: te pa­gué para verte comer, pero me encantaría ver cómo te desnudás en un lugar privado». 

Ella lo llevó al club. El salón estaba decorado con objetos exóticos que las tres habían traído de sus via­jes. Él se sentó en un sillón. Ella puso música y em­pezó bailar. Lentamente se sacó el corpiño y le reveló unas tetas colosales. Después, entre sus piernas de carnes lechosas, dejó caer la bombacha de encaje rojo. 

Vio que él la miraba con miedo, pero de todos mo­dos ella se acercó y le dijo: «Tenés que ser bien ma­cho, porque ahora viene el plato fuerte». 

Le sacó los pantalones con habilidad y se le subió encima, con tanta rapidez que él no pudo reaccionar. Solamente alcanzó a balbucear que le dolía. Y más tarde, sofocado, se animó a decir que le faltaba el aire y le pidió por favor, a la gorda, que se bajara. Pero ella siguió hamacándose sobre él, cada vez más fuerte, y en el momento más dulce de la lujuria le tapó la boca para no escucharlo gemir. 

Después se levantó. Sus dos socias entraron al sa­lón. El cuerpo del hombre, muerto, todavía estaba tibio. Se acercaron al sillón, abrieron un maletín y desenvainaron los cuchillos que habían traído de Guinea, listos para faenar el cadáver. 

No había tiempo que perder, porque estaban sin mercadería desde la semana anterior y la carne de ca­cería era el plato más requerido por todas las chicas del club.

María Teresa Andruetto
Una adaptación de Hernán Casciari